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Lo que queda del día

Más dura será la retrospectiva

?Animalario? pisó el viernes por primera vez las tablas del Villamarta. Su sensacional reparto, encabezado por Roberto Alamo, magistral en su recreación del mítico boxeador, fue despedido con el patio de butacas en pie.

URTAIN
Calificación: ****
autor
: Juan Cavestany.
dirección: Andrés Lima.
reparto: Roberto Alamo (Urtain, José Ibar), Raúl Arévalo (Pedro Carrasco, Suárez, Periodista...), Luis Bermejo (Alcántara, Vicente Gil, Raphael, Cecilio...), Víctor Masans (presentador, ministro vivienda, Gila...), María Morales (Marisa, Eugenio, Puta....), Alberto San Juan (Manager, José María García...), Estefanía de los Santos (Cecilia, Fotógrafo, puta, niño Urtain...), Luz Valdenebro (Bailaora, puta, biquini...).
Coproducción del centro dramático nacional y la compañía animalario.

Como un niño con zapatos nuevos. O como un niño el día de Reyes. El niño se marchó hace tiempo, pero uno no puede olvidar el hecho de que esas sensaciones son similares a la oportunidad de poder ver, por primera vez en la historia del Villamarta -y ha tenido que pasar demasiado tiempo- a la compañía Animalario. Por desgracia no hubo público suficiente para compartir la sensación. Tal vez vista más ir a la ópera que al teatro; incluso, mucho más ir a cualquier representación que al montaje de una compañía de tan marcada y reconocida inclinación ideológica, capaz de hacer mofa a costa de la hija y el yerno del presidente, con lo mal visto que está eso en nuestros días o, peor aún, con lo mal que lo verán los señores de Intereconomía, que tan prudentemente velan por la integridad de todos los españoles. Pero, qué quieren que les diga: Animalario en Jerez, por primera vez en los catorce años de existencia de la compañía, debería ser tratado y atendido como uno de los grandes acontecimientos culturales de la temporada, y está visto que, o no era el día, o tampoco tenemos claras las preferencias o las prioridades.


El acontecimiento, por otro lado, no era sólo la presencia de Animalario en Jerez, sino el plantel con el que la compañía se desplazó al Teatro Villamarta para poner en escena su último montaje: Urtain, recreación espacio temporal, en un viaje hacia atrás en el tiempo, de la vida del mítico boxeador vasco, José Manuel Urtain, campeón de Europa en 1970 y una de las últimas figuras popularizadas durante el régimen franquista. Ya que dentro de ese plantel se encontraban actores como Alberto San Juan -confundador de Animalario-, Raúl Arévalo y Roberto Alamo, encargado de transformarse en el púgil guipuzcoano de Cestona, y cuyos rostros nos son hoy día tremendamente familiares gracias al cine -de hecho, Alamo, San Juan y Luis Bermejo coincidieron en una de las películas más populares del cine español de esta década, Días de fútbol, y Raúl Arévalo se ha confirmado como uno de nuestros grandes intérpretes gracias a títulos como Azul oscuro casi negro o Los girasoles ciegos-.
No es la única vinculación de la representación con el mundo del cine. El autor del texto, Juan Cavestany, es un reconocido guionista (Los lobos de Washington, Guerreros, Salir pitando) y director de cine (Gente de mala calidad) que forma parte del universo Animalario desde hace casi una década, del mismo modo que los demás integrantes de la compañía han participado en sus películas dentro de una especie de ecosistema artístico en el que todos se retroalimentan a partir de la extensa red productiva que emana de los implicados en el proyecto.
Más aún, el origen de Urtain es un guión para el cine escrito por el propio Cavestany que no llegó nunca a fructificar y que el autor transformó en pieza teatral como única salida; feliz salida, cabría apuntar, por el excepcional resultado de su puesta en escena.
Dirigida por Andrés Lima, uno de los veteranos dentro del grupo, la obra es un drama representado en once asaltos que describe un recorrido a la inversa en la vida del famoso boxeador, desde el momento de su suicidio, en los días previos a la inauguración de las olimpiadas de Barcelona 92, hasta su propia infancia, desandando el camino a través de un recorrido que permite a su vez reconocer la España de cada momento, algunos de sus personajes relevantes y entender el escenario real en el que tuvo que desenvolverse el personaje.
Toda la acción transcurre sobre un ring, eje del escenario a cuyos lados están instaladas dos gradas ocupadas por los propios espectadores de la función, pero los juegos de luces, la movilidad de los protagonistas y la banda sonora redimensiona las posibilidades del reducido conjunto, en función de la tensión dramática que se vive a lo largo de la representación.
Urtain (Roberto Alamo) surge a través del patio de butacas en dirección al ring. Tras él, un coro de periodistas y seguidores evoca los flashes y la repercusión de sus grandes hazañas. Son breves impactos distorsionadores, relámpagos en medio del sueño, fragmentos de vida en torno a una vida a punto de apagarse, como una espiral psicodélica que todavía no encuentra su sitio sobre el escenario, hasta que el cuerpo del púgil se derrumba sobre la acera el día de su muerte. Ahí comienza la historia, con el final de una vida desde el que arranca una retrospectiva que seguirá un orden inverso, desde el presente al pasado, y no al revés, para que quien reconstruya al personaje sea el espectador y no la propia obra. Surge entonces el ocaso definitivo de la estrella, su degradación como muñeco de feria en un mesón deprimente y fetichista, su aferración al recuerdo ante la triste evidencia de una existencia condenada al fracaso durante más de dos décadas.
A partir de ese momento, la representación origina su vuelco definitivo y acelera la máquina del tiempo con un ritmo tan frenético como didáctico, a golpe de referencias históricas y socioculturales, para frenar su reloj en la España de 1970, en el momento álgido de la carrera de Urtain, antes de enfrentarse al británico Henry Cooper en Londres, cuando se ha convertido en un ídolo de masas y el régimen estudia beneficiarse de su popularidad frente a los protegidos del momento, El Cordobés y el cantante Raphael, introducido en la obra como contrapunto exquisito para disfrazar el ambiente y marcar el territorio. Ahí surgen los aprovechados, los interesados, los manipuladores, los inductores... el negocio a espaldas del personaje, un tipo atormentado por su pasado, por su familia y por su propia imagen, incapaz de controlar cuanto le rodea y que se limita a seguir el rumbo marcado, abriéndose paso a base de golpes, torturándose a base de golpes y preguntas para las que no encuentra respuesta. Así hasta llegar a su propia infancia y al desmedido peso de la violencia sobre su propia vida.
Expuesto así puede resultar algo agotador, pero es que en realidad lo es, reconfortantemente agotador, así como la entrega física y brutal de Roberto Alamo, que no sólo se deja la piel en el ring, también la sangre, el aliento, inconmensurable en su transformación en el tigre de Cestona, bordando cada sílaba, cada respiración, cada gesto, cada detalle, vislumbrando un personaje auténtico, por mucho que su historia se parezca a la de otros grandes boxeadores, deportistas, artistas..., que vieron reducidas a la nada sus grandes noches de gloria. El auténtico ídolo de barro que terminó por reventar sus huesos consciente de que no había caída más dura, la misma que esta obra representa progresivamente, del golpe seco a los pies de un bloque de pisos al llanto del niño recién nacido medio siglo atrás bajo una distintiva marca familiar.

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