En 2014, Paula Bozalongo obtuvo el premio Hiperióncon su primer libro, “Diciembre y nos besamos”. Era aquel un poemario colmado de íntimas confesiones, apoyado en una temática donde la ausencia, la renuncia, la dicha y el olvido formaban el núcleo central de sus páginas.El yo lírico desgranaba venturas y desventuras del corazón y se sentía a gusto al bordear una suerte de juvenil incertidumbre; la misma, que le permitía distanciarsede ese compromisoque convoca el paso de los años.
Ahora, con “La piel de la naranja” (Hiperión. Madrid, 2023), la autora granadina se sitúa en un tiempo y un espacio distintos, cincelados por la experiencia, pulidos por una raigambre realista que deriva en imágenes plenas de plasticidad, en versos alzados por lo sugestivo: “Tuve miedo al silencio/ y no paré de hablar/ hasta que tuve miedo de la vida./ No pude evitar las noches/ y tuve miedo de mí/ hasta que tuve miedo del miedo”.
En su prólogo, Frank Báez anota que esta entrega “abarca temáticas muy variadas, tales como la niñez, la muerte, el cáncer, la imposibilidad de la comunicación, el divorcio, la angustia, el amor o el mundo doméstico. Pero no todo es soledad y depresión, hay espacio para las pequeñas victorias, para el deseo y para la libertad”. Y, en verdad, que el conjunto converge en una intención unitaria que nace de la capacidad del asombro, en la aceptación de lo cotidiano como una incesante manera de aprendizaje. Porque Paula Bozalongo se sabe celebración y desdicha, herida y caricia… en una vida en donde su fértil mirada se ha tornado, a su vez, mudanza: “Las veces que tú ames/ siendo parte y olvido/ de todas las conquistas ya perdidas,/ construirán en tu piel/ la posibilidad de un nuevo exilio/ hacia cualquier lugar que te merezca,/ allí donde también/ tuvieron nombre y rostro los vencidos”.
Bajo esa piel de la naranja que da título a esta entrega, hay una historia que remite al ayer, a una infancia donde la sed de la inocencia iba en paralelo a los hilvanes de un vivir cómplice y orillado en la claridad. Al cabo, su voz quiere incidir en las perplejidades del mundo que gira en su derredor, saldar las deudas de los anhelos y las rutinas, renombrar la cronología temporal de quienes fueron protagonistas de su edad, de quienes estuvieron del lado de su mañana. Y, de entre todos, ninguno como el hilo que cose a su alma la acordanza materna, sumida aún el desamparo de la pérdida: “Dice mamá que el cáncer/ es como un gran amor/ que se ha perdido:/ duele su cura más de lo que nunca/ notas te su presencia./ Sientes en el estómago/ una revolución (quimioterapia),/ alguien que te hace daño/ un instante después/ de su mejor sonrisa”.
Un libro, en suma, que escudriña la conciencia, que busca mediante su propia existencia las respuestas necesarias para afianzar cuanto depare lo futuro, y que sostiene con un pulso lírico y sugerente un puñado de páginas repletas de un mismo y solidario afán: “Viviré en el dolor inmortal de las ausencias”