En especial a la caída de la tarde, se congregaba una importante multitud de foráneos y locales en las terrazas de los bares que se asentaban en el lugar, los primeros haciendo espera para la hora de salida del tren y los segundos porque era uno de los sitios clásicos en donde tomar unas cervezas y unos mariscos.
El hecho de que en momentos puntuales del día acudiese bastante público propiciaba el deambular del sempiterno vendedor de gambas, cangrejos, centollos y mojama, que vestía con una impecable indumentaria de color blanco y tocado de gorra a juego. Aunque los precios de los productos no eran nada baratos al final de la jornada la gran cesta iba de regreso casi vacía.
No puedo olvidar a mi buen amigo Cristóbal, que muchos conocían con el simpático nombre de El Chicle, porque entre la diversidad de productos que vendía, también en una gran cesta, no faltaba por supuesto uno de los más apreciados, en especial por los visitantes, que conocíamos como Chingua y que obvio la cursilería de explicar la etimología de la palabra puesto que en todo el Campo de Gibraltar a nadie hay que aclararle nada al respecto. Cristóbal vendía desde chucherías y tabaco rubio hasta preservativos y era otro de los clásicos de la Acera de la Marina.
Tampoco puedo pasar por alto, que en ocasiones, El Chicle ofrecía unos espléndidos almendrados que elaboraba un tío suyo en un pequeño quiosco que se encontraba exactamente en la esquina de la calle Panadería (Castelar) con el Secano y cuyo olor es difícil de olvidar ya que se combinaba el fuerte aroma de la vainilla con el del limón y el azúcar quemado.
Se trataba de una golosina espléndida y sobre todo elaborada de una forma completamente artesanal y que su productor realizaba a la vista del público en un viejo caldero de cobre, en el que movía y removía el producto sin prisas con una larga cuchara de madera.
También recuerdo unas almendras garrapiñadas que nunca más he vuelto a probar, pese a que las he buscado por todas partes. Aquellas tenían un caché tan especial y tan típico que cuando paso por el lugar, que frecuento por cierto bastante, aún percibo en mi olfato el inolvidable olor mezclado con el del azahar de los naranjos de la glorieta de Don Ventura Morón. Que añoranzas madre mía.
Marisquero
Siguiendo con la pléyade de vendedores ambulantes me viene a la memoria la figura de un hombre tremendamente bronceado, a consecuencia de su profesión de marisquero, que se situaba en la calle Emilio Santacana, con una pequeña mesa de tijera sobre la que colocaba una canasta ovalada en la que ofrecía al público burgaos, camarones y cangrejos.
En el centro de la bandeja había un tapón de corcho en el que estaban prendidos alfileres, pieza clave para poder degustar los burgaos. Este buen hombre solía utilizar la zona del Faro y de la Ballenera para proveerse de su mercancía que el mismo hervía en su casa en donde le daba un toque característico que la hacía muy apetecible.