Las carreras del director Ryan Coogler y del actor Michael B. Jordan han discurrido casi al unísono desde que ambos coincidieron en 2013 en la aclamada Fruitvale Station. Aquel trabajo les abrió las puertas a dos sagas, Creed -spin off del universo Rocky- y Black Panther, cuyo éxito ha terminado por avalar esta peculiar incursión en el cine de vampiros bajo el título de Los pecadores, donde prevalece el mensaje racial presente en su cine, aunque apoyado aquí en una interesante transgresión desde la que toma distancias con los inevitables referentes argumentales a los que remite la propia historia del filme, desde Cruce de caminos a Abierto hasta el amanecer.
Decir que Sinners es un cúmulo de ambos títulos es desmerecer el trabajo de Coogler -autor también del guion-, puesto que va más allá del simple espectáculo; en todo caso, mejora lo que tan sólo apuntaban aquéllas a través de su exploración del blues -el duelo final de la cinta de Walter Hill entre las guitarras de Ralph Macchio y Joe Satriani estaba muy descompensado- y del tratamiento distorsionado del cine negro -la de Robert Rodríguez era mejor película hasta que se producía el primer mordisco y llegaba el desmadre-.
Ambos conceptos están presentes en esta notable película de Coogler, tanto la poderosa presencia del blues, vinculada a las raíces musicales de la población negra como vía de expresión natural, como el trasfondo gangsteril, encarnado en este caso por dos hermanos gemelos -Jordan encarna ambos personajes- que han trabajado para Capone -la historia está ambientada en 1932- y han decidido volver a las plantaciones algodoneras del sur, a sus orígenes, para establecer su propio negocio: un casino para la población negra en el que terminará por desembocar una partida de vampiros sedienta de sangre.
Pero más allá de esas señales cinematográficas inevitables, Los pecadores se levanta sobre una amalgama mucho más amplia y diversa, en la que toman cuerpo la reivindicación identitaria, el retrato de un pasado aún ajeno a las conquistas sociales, a la interracialidad, y el combate entre la religión y la música como vías para alcanzar la auténtica salvación.
Además, Coogler apoya esas virtudes narrativas en unas imágenes con un exquisito uso del color, saturado y en continuo contraste con el conjunto de cada plano, como un personaje más de la película que quiere llamar la atención, así como de la ambientación.
Cuenta asimismo con un atractivo reparto coral en el que junto a Jordan destacan Hailee Steinfield -en su primer papel realmente adulto en el cine-, el veterano Delroy Lindo, y dos descubrimientos, el del joven Miles Caton y el de Wunmi Mosaku, que contribuyen a dar mayor autenticidad al trasfondo casi antropológico que subraya esa transgresión por la que apuesta su director en el momento de la inauguración del salón en el que emerge el poder del blues como música ancestral. A partir de ahí sólo hay cabida para la diversión, y para la sangre, pero sin desmadre.