La gente cree que los locos no tenemos ni idea. No están muy descaminados los que así piensan, porque es la pura verdad. Sin embargo de vez en cuando se nos ilumina el cerebro y rompemos a lanzar pequeñas ráfagas de luz a nuestro alrededor.
Como uno se pega muchas caminatas cuando tengo permiso para salir del manicomio, ayer sábado, pude observar a lo largo de la calle Real una serie de humildes puestecitos en los que se vendían las cosas más variopintas del mundo. Un hombre vendía discos de ésos de pizarra, en cuyas portadas lo mismo podías ver a la Paquera de Jerez que a Pepe Marchena con las caras rosadas de tanto estirar los colores, porque la cosa entonces olía a pólvora y ni la economía ni la técnica daban para más. Otro señor vendía billetes antiguos y monedas del año en que a mí me quitaron la teta. Otro llenaba globos. Otro propagaba a Corín Tellado y esparcía por el suelo aquellas novelas que tanto rellenaron las horas de nuestros padres y abuelos. En fin, que el poquito ambiente que había lo ponían ellos con sus escasas ventas y su multitud de ilusiones.
Inmediatamente, uno, que no para de darle al coco, se puso a pensar como el que no quiere la cosa y se me vino al recuerdo un viaje que hice a Edimburgo hace tiempo. No se me puede olvidar el espectáculo que mis ojos vieron. Se trataba de un edificio enorme, una de cuyas plantas estaba totalmente repleta de coches. Le llamaban a aquello el Sunday Market (Mercado del Domingo).
Pregunté de qué iba el asunto y me informaron de que cada coche pagaba al Ayuntamiento una pequeña cantidad, gracias a la cual se instalaban allí los domingos por la mañana con su capots abiertos ofreciendo toda clase de artículos de segunda mano. Recuerdo que todo era muy barato, porque esos artículos eran de su propiedad, pero ya estaban viejos o inservibles para sus dueños, que no para muchos de los que contemplábamos el panorama. Lo mismo se vendían patines seminuevos, que túnicas de seda, que libros clásicos, que vajillas y cuberterías.
Me quedé con las ganas de comprar por dos mil pesetas una cesta de ésas que salían en las películas cuando se iba la familia a merendar al campo. La cesta de mimbre contenía sus platos, sus servilletas, sus cubiertos…Prácticamente todo estaba nuevo, pero en el avión no me iban a dejar meter tanto volumen y me tuve que conformar con ver y seguir adelante.Digo todo esto, porque se me ocurre que esta idea, transplantada a la calle Real, podría tener éxito con la diferencia de que aquí tenemos un clima mucho mejor que en Escocia, el gitaneo se nos da mejor que allí y nuestra calle proporciona un marco incomparable.
¿Se imaginan ustedes lo que sería la calle Real a todo lo largo, un sábado, con multitud de tenderetes o coches abiertos o mesitas, en las que cualquier cañaílla pudiera poner aquellos tiestos o pequeñas cosas que ya le estorban en casa, pero que no dejan de tener su valor para el que la contempla? Ganaría todo el mundo. El comercio tendría a la gente en la calle desde muy temprano y no metida en sus casas viendo las carreras de motos; los vendedores saldrían por fin de aquellas cosas que ya no les sirven, pero que tienen su valor eterno, a cambio de algún dinerito que nunca viene mal y menos ahora; el Ayuntamiento cobraría pequeñas cantidades según los sitios y sobre todo le daría vida a una calle que no solamente está muerta, sino que además huele que apesta; sería un reclamo para toda la Bahía, si el tema cuaja bien.
Bueno, ahí está la idea. Los detalles los dejo para los que tienen la cabeza en su sitio, aunque considero importante que a nadie debería molestarle esa actividad. Por supuesto que la calle debe estar limpia, y no como está, para que aquello no se convierta en un vertedero. Termino, que me está doliendo la cabeza. No se puede pensar tantas cosas al mismo tiempo, porque me voy a volver más loco de lo que estoy.
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