Esta semana se ha puesto en circulación una nueva aplicación para iphones y ipads bajo el sugerente nombre de Aplicanciones. El promotor de la idea es el cantautor uruguayo Jorge Drexler, que ofrece a los usuarios la posibilidad de reconstruir una canción dada con estrofas alternativas hasta dar con la versión definitiva a título particular. Hay mucha literatura detrás del experimento, acerca de la complementariedad entre compositor y audiencia, de la creatividad como un fenómeno sometido al feedback, o del influjo de las nuevas tecnologías a la hora de abrir nuevos caminos de exploración artística, aunque, en el fondo, no va más allá de juego artificioso con el que pasar un rato en tiempo de espera.
No obstante, me gusta como revelador de otras posibles Apps: cuando empiezas a trastear con las estrofas, que van emergiendo en círculos concéntricos para que con antelación elijas el verso que prefieres que entone el cantante a continuación, me asalta cierto déjà vu. ¿Acaso no dispone la clase política de una aplicación similar a la hora de construir sus discursos? Porque, al menos, eso es lo que ocurre con buena parte de los programas electorales. Todos tienen un punto de partida y un punto final, pero su recorrido está lleno de renglones torcidos, de alternativas, de fracasos, de engaños, de círculos concéntricos que a medida que se acercan permiten a sus autores cambiar de frase y, más aún, cambiarle todo su sentido.
Lo vemos a diario. Ahora con las pensiones, o con lo de la comisión de los ERE. Hasta cabe imaginarse a ambos presidentes, el del Gobierno y el de la Junta, abriendo por la mañana su Apprograma para decidirse por la respuesta que toca ese día. Será que, como escribía esta semana Lluís Bassets, “la crisis es esto: a las dificultades para gobernar se añade el empeño de los políticos en equivocarse”.
La que no existe -ni existirá- es esa misma aplicación informática, pero a la inversa, aquella en la que, como en las canciones, seamos los usuarios, los ciudadanos, los que podamos ayudar a elegir a diario entre las opciones de gestión de un gobierno. En realidad ya lo hacemos, cuando acudimos a las urnas, pero también con resultado experimental, condicionado por los virus y la inestabilidad del software, todo un campo de cultivo para las decepciones.
Decepciones que hemos ido inoculando como si fueran síntomas de un resfriado que ha terminado en bronquitis interna en los hogares y en las cuentas bancarias y en bronca externa en la calle. Dice Benjamín Prado, un poeta adicto a romper canciones, como en el App de Drexler, que “la reacción general ante el naufragio del sistema ha pasado de la incredulidad al desánimo y de ahí al miedo, la parálisis y la ira”, y que “la única forma de enfrentarse al dinero es pagarle con la misma moneda”, es decir, renunciando al consumo, en lo que ha bautizado como “ahorro ideológico”.
Sin embargo, hay un aspecto esencial en el que se equivoca Prado: la gente no ha hecho frente a las subidas del IVA o del peaje en la autopistas dejando de comprar o utilizando carreteras nacionales en señal de protesta, sino, simplemente, porque no tiene dinero para hacer frente a esos gastos adicionales, porque el que se ha quitado del tabaco o de la cerveza al mediodía ya no tiene nada más de lo que quitarse, y ya saben -y si no, se lo imaginan- lo que decía la madre de Paco León en Carmina o revienta para tirar palante.
Según las previsiones realizadas en Jerez para estas fiestas navideñas, vamos a destinar cien euros menos de media a las compras habituales, y no será por hacerle un feo al gobierno o a los bancos, sino porque tampoco queda más de donde rascar. Quien no tiene a un parado en casa tiene a un amigo, o lo que es lo mismo, quien no tiene a su familia siempre tiene a alguien a quien recurrir, pero la fractura social persiste y no vemos llegar el día en que alguien acierte a elegir la alternativa adecuada en su App personal para que la OCDE, el FMI, el BCE y todas las siglas de la muerte juntas dejen de darnos malas noticias.