Apolo dejaba atrás una apasionada noche de amor con su particular Dafne, de nombre Eustoquia que le había ofrecido sus mayores virtudes y lo más lujurioso de su deseable y voluptuoso cuerpo. Había vivido una loca experiencia en la que, como en cualquier manifestación artística, era difícil explicar con palabras lo que la piel había sentido y estaba impreso en sus neuronas.
Aquel día amanecía con otros soles y otros aires, entre los levantes y los ponientes, como si fuera el inicio de una nueva vida, como si todo tipo de corrupción hubiera desaparecido. Era otro hombre, contemplaba todo con otros ojos. Tanto tiempo para descubrir, a sus cuarenta y dos años, que era posible ser feliz.
Sus días habían estado llenos de vacíos y vivencias perdidas, en los que abundaban más las sombras que las luces, más las palabras sueltas y deshilvanadas que la poesía, más temores que corajes, más el perder que el encontrarse.
Hoy todo le parecía diferente o tal vez es que todo era realmente distinto. Lo cierto es que Apolo, a diferencia de ayer, le empezaba a encontrar otro sentido a las personas, a las cosas y a las situaciones. Se sentía fresco y ágil como si hubiera descubierto sentimientos y emociones que hasta entonces no conocía.
Estaba enamorado. No sabía muy bien si había contraído una grave enfermedad, pero nuestro Apolo había despertado como si estuviera drogado. Tal vez se le habían disparado sus niveles de testosterona se habían disparado o quizás la oxitocina y la vasopresina se encontraban por las nubes. Lo cierto es que nuestro hombre estaba como un jovenzuelo con un móvil nuevo con todas las prestaciones y un crédito sin límites.
Tan pirado y fuera de sí se sentía que oía campanas de fondo que llamaban a celebración, y en verdad que el tenía cosas que celebrar, ya que había encontrado al amor de su vida. A partir de ahora, el optimismo presidiría su agenda y la visión de sus caminos y horizontes los contemplaba con unas gafas preparadas para leer el mundo en positivo.
Eran los efectos de los brebajes mágicos del amor. A pesar de aparentar haber perdido el juicio, pensaba con más claridad y cordura que nunca y se sentía seguro y confiado como capitán de su barco y protagonista de su propia película.
Las pasiones y placeres de las últimas horas se habían adueñado de su mente y estaban impresas en su cuerpo, transformándolos en recuerdos únicos e inolvidables. Burbujas y pompas de jabón que nos envuelven en un mundo irreal, globos de colores que nos invitan a subir hasta que no se nos vea, paraísos perdidos y encontrados dentro y fuera de nuestros cuerpos.
Explosiones de colores que le proporcionaban la facultad de ver cosas que antes eran pura fantasía, de estar en otros mundos con otras gentes, que no eran sino las que siempre les habían acompañado pero había sido incapaz de contemplar con sus ojos de siempre.
Quizás ahora entendía mejor que nunca y con absoluta clarividencia, lo que decía Jacinto Benavente, y es que el amor es como Don Quijote “cuando recobra el juicio es que está a punto de morir”.