Cuando, en 2009, Rafael Soler (n.1947) daba a la luz “Maneras de volver”, saludé su retorno tras veinte años de silencio literario con estas palabras: “Un autor que ha vuelto para quedarse entre nosotros. Y entre los rituales del verso que tan bien conoce. Y tan bien escribe”. Dos años después, “Las cartas que debía”, sumaba un nuevo título a su larga trayectoria –seis novelas, otros tantos volúmenes de cuentos…- y confirmaba que ese regreso iba en serio. En el último libro citado, el vate valenciano anotaba: “Sé fugaz/ y coge entre tus manos cuanto estalla/ para efímero buscar/ de la primera noche el último recodo/ dejando para otros la fortaleza insigne,/ la rotunda vejez interminable,/ el hábito de amar las renuncias”.
Esas amatorias renuncias, sus afán de fugacidad, sus años ya cumplidos, se tornan en su nueva entrega, “Ácido almíbar”, una ráfaga de brillantes reflexiones, un compendio de estimulantes sorpresas, por las que asoma un espléndido racimo de poemas llenos de energía.
“La vida (…) es siempre un dolor itinerante”, confiesa en “Hablo de ti cuando me nombro”. Mas detrás de ese dolor íntimo y viajero, se adivina un territorio de cruces metafóricos, de experiencias individuales, que devienen en la apertura de su lírico discurso ,y que permiten al lector convertirse en fiel aliado de su mensaje: “Nacerás cuando ames/ y por amado tomarás posesión de cuanto venga”.
Dividido en siete apartados, “Quédate a los títulos de crédito”, “Galería de afines y cercanos”, “Retrato de dos para ninguno”, “El público siempre tose en lo mejor”, “¿Quién anda por ahí?”, “Caso cerrado” y “Postdata”, el poemario da cuenta en cada uno de esos epígrafes de la hábil fusión que Rafael Soler alcanza al mezclar lo coloquial y lo culto, lo elevado y lo ínfimo, lo soñado y lo verdadero.
Al cabo, para el yo lírico, la realidad no se presenta como un problema ni un conflicto que haya que solventar con inmediatez; domesticarla, ponerla a su servicio, pareciera ser la condición que anhela el poeta, sabedor de que, con su decir, cualquier duda puede convertirse en certidumbre: “Cierra después la puerta del cuaderno/ sin apagar la luz/ pasarán así las horas íntimas/ cada una en su pozo distraída/ y asomado entonces a tu hondón/ no pongas música/ escucha”.
Con una exacta dosis de emociones sentimentales y una precisa enfatización de los límites que concede el verbo poético, Rafael Soler cuenta, culpa, contempla, cancela, conversa, calibra… y comprende, en suma, que el tiempo no puede posponerse, y que la danza última del fenecimiento será inevitable y oscuro trance, Pero entre tanto, no hay que desaprovechar ni desdeñar cuanto el hombre puede amar, la luz redenta y salvadora que nos sabe vivos y vencedores de esta desigual batalla: “De frente acudo al fuego”.
Sin dejarse llevar por la tentación que convoca lo críptico, sin caer en la atracción que despiertan los silentes y vacuos experimentos versales, Soler da muestra, en estas páginas, de su actual buena forma poética. Y da de beber -y de vivir- al lector este ácido almíbar, esta alquimia dichosa y doliente que sostiene un cántico firme, estimulante y latidor.