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Slobodan Praljak

"He visto muchos muertos; asesinados, ahogados, atropellados, pero ninguno me ha obsesionado tanto como el suicida..."

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Lo hemos visto en televisión: un señor de edad, impecablemente trajeado, con la cabeza y la barba pobladas de las blancas nieves del tiempo, ha ingerido un frasco de veneno ante el Tribunal de la ONU que juzga los crímenes en la antigua Yugoslavia y ha fallecido horas después en el hospital adonde fue trasladado.

Se le comunicaba la condena firme a veinte años de cárcel por criminal de guerra en Bosnia y se conoce que el hombre, que iba preparado por si acaso, ha optado por la tremenda ante la perspectiva de pasar los últimos años de su vida en una cárcel. Con su gesto, con su suicidio –todo suicidio es un gesto, una protesta-, con su gesto, digo, ha querido llamar la atención y ha puesto en primera línea informativa a la última gran contienda bélica europea, la de los Balcanes, en los últimos años de nuestro siglo XX.

Pero vayamos al suicidio. Me obsesiona, me aterroriza el hecho de que un ser humano pueda matarse a sí mismo, pueda cortocircuitar todos los elementos que la naturaleza pone a nuestra disposición para que mantengamos este cuerpo que somos, y logremos autodestruirnos, renunciar a nosotros para echarnos en los brazos de la muerte, que imaginamos insensible, sin el dolor, la angustia o el miedo que nos ha llevado a renunciar a la vida.


He visto muchos muertos; asesinados, ahogados, atropellados, pero ninguno me ha obsesionado tanto como el suicida, porque con  su muerte propia nos está echando en cara su dolor, su desesperación. He dicho antes que el suicidio es una protesta y por eso, ante su cadáver siempre nos preguntamos si podríamos haber hecho algo para evitarlo, si una sonrisa nuestra, una palabra adecuada en el momento adecuado, podrían haber cambiado su corazón y darle una razón para vivir.
Slobodan Praljak se ha suicidado y verlo tomar el frasco de veneno me ha conmocionado y hecho recordar los nombres y los rostros de algunos hombres y mujeres que tomaron su misma determinación. Huían de la vida, de los reveses de la fortuna, de los amores contrariados, de las hondas depresiones, y optaron por desaparecer. El General Praljak, imagino, habrá huido de la mala conciencia.

En España, dice la estadística, once personas se suicidan al día y no se ven en la prensa, ni en las tertulias, esos sesudos comentaristas que entienden de todo, como el maestro Miliendres, tratando un tema tan desasosegante. Por eso algo tendríamos que hacer nosotros, los que no salimos en la tele: ser más amables, preocuparnos por el vecino, atender a los viejos, vigilar a los adolescentes. Estar pendientes unos de otros porque, estoy seguro, una palabra amable, una sonrisa, pueden cambiar el mundo.

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