Para dar testimonio de la Semana Santa no hacen falta florituras, escudarse demasiado en elucubraciones religiosas, recurrir al verso fácil..., ni siquiera intentar evangelizar a golpe de Biblia...; basta con asomarse a la memoria, a la experiencia vivida y a las reflexiones que dicta el corazón. Pedro Sevilla, el escritor y poeta arcense sin duda más vigente, ofreció sencilla y profundamente la visión particular de un hombre que entiende que la Semana Santa de Arcos no ha cambiado en su esencia, aunque sí en sus formas, para pronunciar un hermoso pregón oficial que acabaría arrancando la admiración de todo aquel que tuvo la dicha de oírlo. De entrañable se puede tildar su exposición oral en el atril del teatro municipal Olivares Veas, donde fue presentado por su amigo y colega Antonio Apresa, que en tres minutos exactos describió la personalidad y el carácter humano que impregnan la existencia de Pedro Sevilla.
Las primeras palabras del pregonero fueron para admitir un cierto miedo escénico a pesar de su experiencia y su “secreto íntimo” de pregonar una semana santa que, en su génesis, recoge aspectos que trascienden lo religioso. Dijo sí a la presidenta del Consejo Local de Hermandades y Cofradías y con ello dijo sí al pregón no sin titubear unos días. Sería por eso que rogó a Dios que le cogiera confesado...
La niñez, como primera etapa de la vida, marcó los iniciáticos recuerdos del pregonero de una Semana Santa en blanco y negro: “Como los niños no viven en el tiempo, todo es una sorpresa para ellos. Todo llega sin esperarlo, sin buscarlo, sin desearlo, y a nosotros nos llegaban las vacaciones de Semana Santa sin saber que era Semana Santa. Algo barruntábamos, la verdad, porque cuando los días comenzaban a agrandarse lentamente, a llenarse de oro por la tarde..., un miércoles nos llevaban a la Iglesia para recordarnos que somos ceniza y que en polvo nos convertiremos... Algo barruntábamos porque los armaos de San Antonio o del Dulce Nombre ensayaban su maldad de mentira en las calles cercanas a La Salle o porque nuestras madres nos llevaban a lo de Guerrero a comprarnos unos zapatos; a lo de Porro por unos jerseys como decía mi madre, y por supuesto a la barbería de Fede, porque en mi casa era sagrado el pelado de Semana Santa y de la Feria San Miguel...”. Fue también por la radio y por los olores “beatíficos” de los bollos de Semana Santa de Cristito Gómez como aquel niño percibía la llegada de la Semana Santa y que “algo grande iba a pasar”.
Entrando de lleno en el Domingo de Ramos, refrescó la memoria de una procesión de La Borriquita que en su niñez llegaba hasta el barrio de San Francisco, donde los niños aguardaban al pollino en las rejas del templo parroquial. Su recuerdo más hondo de la Semana Santa tiene en este día a su hacedor: “Una muchacha joven viste a unos niños con amorosa destreza, les pone los cordones de los zapatos y les abrocha los botones del jersey azul. Se separa de ellos para darles su amoroso visto bueno, les echa agua de colonia en el poco pelo que les ha dejado el barbero y les dice que se vayan a San Francisco a esperar La Borriquita, que ella se arreglará también y que va dentro de un ratito... Los niños de San Francisco están ya subidos en la reja del patio de la iglesia aguzando el oído por si escuchan los tambores de los balillas...”. Sensaciones de una procesión en la que entonces también destacaban esos niños llamados ‘romanitos’ que, de paisanos, en rara ocasión se dejaban ver por el Arcos alto. “El domingo de Ramos seguía, pero no para los niños de San Francisco. Ya en la noche oscura, y desde la iglesia de Santa María, tan lejana entonces, salía a recorrer la Corredera y el Casco Antiguo un Cristo engañado por uno de los suyos y apresado en un mar de olivos. El Prendimiento, Cristo adulto de mirada perdonadora, al que no conocí hasta mi mocedad, cuando ya en mi casa no pudiendo aguantarme más me dejaron salir solo...”. A estas alturas del pregón, Pedro Sevilla quiso tener un recuerdo para el amigo Antonio Murciano, en cuyos legendarios versos se refugió: “En el Monte Los Olivos’/ te vinieron a prender./ Jugo de aceituna amarga/ tuviste tú que beber/ aquella noche tan larga”.
El pregonero se lanzó a un Lunes Santo que, en su caso, tiene especial significado, no solo por la vecindad de la hermandad de las Tres Caídas con su ‘Casa de Cemento’, sino porque además fue carguero del paso de Cristo en sus tiempos mozos. De esta hermandad recordó al malogrado Joselito Zambrano, quien fuera sacristán de San Francisco y hombre que iluminara el paso de la hermandad encendiendo bengalas a lo largo del recorrido: “Joselito Zambrano era un inocente que auxiliaba a don Manuel, el cura eterno de San Francisco, en las tareas de la parroquia. Joselito dibujaba unos cristos y unas vírgenes con caras adolescentes, doloridas. Se parecía mucho a los personajes que pintaba El Greco: altos, desgarbados, estilizados, aéreos..., como si estuvieran siempre dispuestos a subir a los cielos. Murió en un accidente y lo lloró todo el barrio. Y don Manuel el cura envejeció durante la misa de su funeral tanto como en veinte años, porque enterraba no a un sacristán, sino a un hermano”. “Joselito, como dije, subió al cielo como sus hermanos de los cuadros de El Greco, y allí andará por siempre encendiendo estrellas, bengalas inmortales a su Cristo de las Tres Caídas y su Virgen de la Amargura”. El pregonero se fue adentrando en la noche oscura, silenciosa y penitente del Lunes Santo, del que recordó el rezo del rosario en la calle Alta...
Del Martes Santo, Pedro Sevilla se detuvo en la curiosidad histórica de sus armaos, personajes de dudosa fama en otros tiempos y que sufrieron un paréntesis de varios años sin desfilar: “No sé si porque el imperio romano redujo las tropas o por disciplina de los mandos”, con lo cual introdujo elementos de ironía y humor en su pregón. “... y mi abuelo me cogió en brazos y me envolvió en su pañoleta negra porque hacía frío. Desde aquel acogedor palco vi salir a la Virgen y tan feliz estaba con el olor de las velas y del agua de colonia de la pañoleta de mi abuela que debí quedarme dormido, porque lo siguiente que recuerdo es un amanecer espléndido y un olor a café y a bollo de Semana Santa: Había amanecido el Miércoles Santo...”.
Mención especial del pregonero para su amigo ya ido, el poeta Antonio Luis Baena, hermano legendario de la hermandad del Perdón. “Antonio Luis llegaba desde Sevilla todos los Miércoles Santos, y mientras sus hijos hacían el recorrido procesional, él, otros amigos y yo presenciábamos la procesión desde el bar Alcaraván. Antonio Luis era un hombre dolorido y me hablaba de la devoción de su familia por el crucificado de Santa María, y me explicaba que él no iba en la procesión porque llevaba dentro una desde que murió su hijo en la Navidad de hace unos años...”.
Metido en Jueves Santo, Pedro Sevilla evocó la procesión del Cristo de la Vera Cruz: “La Corredera era un hervidero de matrimonios trajeados, de niños vestidos de limpio, de jovencitos que experimentaban los primeros tirones de la primavera, los primeros dolores del amor, porque estamos en primavera y porque celebramos la muerte en mitad de un ciclón de azahares y perfumes, y ésa es una de las contradicciones más hermosas de Nuestra Semana Santa”. De la Madrugá del Viernes Santo, proyectó imagenes sempiternas: “Los más viejos, cosa que ahora tristemente se está perdiendo, llamaban así al Nazareno: Nuestro Padre Jesús, para que se supiera en qué concepto familiar lo tenían. Alguna vez nos llevaron al Barrio Bajo, pero lo normal era que toda la mañana del Viernes Santo y toda la tarde hasta las siete fuera para esperar la salida del Dulce Nombre, que también desde San Francisco subía a lo alto del pueblo con sus armaos de barbas postizas y pechos de lata...”. “Era de ver a aquellos viejos, hombres curtidos en mil penalidades, llorando de emoción escuchando la voz honda y limpia el viejo Cambayá. El Dulce Nombre es una talla que trajo de Roma Clemente Antonio de Baena cuando fue a pleitear cuál de nuestras dos iglesias era mayor y más antigua”. “También nos contaban que el mismo Viernes Santo salía desde la remota iglesia de San Pedro el Santo Entierro, con un Cristo encerrado en un ataúd de cristal, y detrás, cerrando el cortejo y la Semana Santa, una Virgen, la de la Soledad, vestida de luto y con la cara llena de dolor. Ésta es la Semana Santa que vive y crece en la memoria del niño que yo fui y que, en grandes trazos, he rememorado ante ustedes. Luego, con la edad, han venido otras donde he ejercido y ejerzo de fabricante de recuerdos, porque a buen seguro mis hijos y nietos revivirán la pasión de su abuelo por esta celebración que el pueblo ha hecho suya porque la entiende y la comparte”.
“Han venido y vendrán otras semanas santa; vendrán otros Lunes Santo sin Joselito y sus constelaciones, sin la saeta del viejo Antonio Soto junto al quiosco del Topino que emocionaba a todo el barrio de San Francisco; vendrán otros Martes Santo y no estarán con nosotros la periodista Justa Romero y su hermanita Rocío que murieron el Martes Santo más triste del mundo; o no estará con nosotros Isabel Valle, una devota de San Antonio que lo veía todos los años desde su calle Gomeles; vendrán otros Miércoles Santo y no encontraré la voz amiga del poeta Antonio Luis Baena, que ahora ve a su Cristo del Perdón desde una más alta perspectiva. No me vestirán nunca más un Jueves Santo las manos amorosas de mi madre y ni mi abuela me llevará a ver los armaos del Dulce Nombre..., pero la Semana Santa es inmortal, como inmortales son los que nos la inculcaron con su amor y con su ejemplo”.
La Resurrección
Tras justificar por qué la gente participa de la Semana Santa, el pregonero terminó evocando a San Pablo: “Si no existe la resurrección, esto no sirve para nada. En nuestro pueblo, por el asentamiento de la fiesta del Toro del Aleluya, la fiesta de la resurrección se celebra ya el Domingo de Quasimodo, algo ya enfriada la catequesis de la Semana Santa, y se celebra, además, con una procesión de barrio cuando debería ser un desfile glorioso, porque insiste San Pablo sin la resurrección esto no sirve de nada. Ahí es donde, y lo digo con todo el respeto del mundo, donde veo yo una pequeña falla en nuestra Semana Santa, una falla que no amenaza con un terremoto, pero que sí desluce un poco el capital emocional de los días de pasión”. Sus últimas palabras fueron: “Gracias por permitidme cumplir uno de mis sueños más íntimos, cantar la Semana Santa de mi pueblo, que es como cantar y abrazar a todos ustedes”.
La emoción continuó tras el pregón cuando Pedro Sevilla tuvo ocasión de ver a su anciana madre sobre el escenario retirando un hermoso ramos de flores, y su familia casi en pleno acompañándolo en tan crucial momento. Las palabras de admiración tanto de la presidenta del Consejo de Hermandades como del alcalde Isidoro Gambín cerraron definitivamente una hermosa y pregonera mañana del Domingo de Pasión. Efectivamente, el pregón de Pedro Sevilla emocionó solo redibujando imágenes que todo arcense ha visto alguna vez en su vida, cualquier día de Semana Santa y en cualquier rincón del pueblo, recuerdos que no volverán cogidos de la mano de nuestras madres.