El otro día me levanté de la cama con un dolor de espaldas tan grande, que me cogía por aquí, me apretaba más arriba, me retorcía por la nuca y volvía donde empezó. No se lo van a creer, pero, cuando me puse en pie, pude ver que el colchón se reía de mí, satisfecho al parecer por haberme dado la noche gratis. Me fui al director a quejarme y sobre todo a decirle que hasta aquí habíamos llegado. Con más sueño que Martin Luther King le dije que si no me cambiaba el colchón, podía cometer alguna locura, pero no caí en la cuenta de que eso es muy normal en esta casa porque es el sitio apropiado para cometerlas.
Me sorprendió el jefe. Me dijo que vale, que tampoco era para ponerme así. Que como él dormía bien y el que no dormía era yo, que fuera yo el que pusiera remedio a mi problema, dado que el que se queja debiera ser el más interesado en solucionar su queja. Total, que como el que se quejaba era yo, era yo el que tenía que ir a buscar el colchón. Añadió que lo comprara a mi gusto, y que le pasaran la factura a él. Eso lo comprendí al instante. Salí y me fui dispuesto a hacer una buena compra a cuenta ajena.
En el comercio me atendió una señorita muy amable y con infinitas ganas de vender. Quiero un colchón que sea estupendo, que no me ataque de noche como el que tengo ahora y que no me haga tomar dos mil pastillas para coger el sueño. A partir de ahí, yo me callé, no porque no quisiera explicarme más, sino porque la muchacha era un diccionario ambulante, una auténtica ametralladora de palabras normales mezcladas con otras muy extrañas. Tenemos este colchón que es de Viscolatex, con un tejido de Damastrech que, como usted sabrá, es un tejido suave y elástico. ¿Comprende?
Le dije que sí, pero era que no. Posee criolatex, para que se adapte a su cuerpo y además tiene espumación de alta resistencia. Es un poco más caro por su viscolástica thermosoft y su tecnología blue latex. Y más cosas raras. Remató la faena ya en cristiano: con este colchón olvídese para siempre del lumbago, de los dolores de espalda, de las molestias en las cervicales y del sonido infernal a muelles vencidos que le daría el colchón que usted tiene ahora. Que me daría no, que me da, le dije mientras la ametralladora cogía respiración. Pero eso de la ausencia de ruido en los muelles me llegó al alma y terminó de convencerme.
Me fui sin enterarme del fondo, pero contento por haber salido vivo de la rebujina. Cuando volví al manicomio, no le pude decir al director las características que tenía el colchón, porque, si todavía no había llegado a comprender del todo el chino mandarín, no podía aventurarme a hablarlo. Además, la cabeza me hervía. Al día siguiente recibimos el colchón en el manicomio para envidia de los demás locos. Incluso llamó la señorita preguntando por el grado de satisfacción que tenía con el colchón nuevo y si había notado sus inmensas bondades. El director me pasó el teléfono y le contesté que en cuanto me acosté me quedé frito y no pude comprobar eso que me preguntaba. La señorita ha quedado en llamarme otro día.
Ahora me explico por qué cada día hay más ingresos aquí. Por lo visto, cuanto más raras sean las palabras más se vende. Las ciencias avanzan que es una barbaridad, y nosotros mientras encerrados aquí.