El pasado viernes pudimos comprobarlo, cuando la Virgen de la Merced desfiló en procesión arropada por los fieles que durante nuestra jornada histórica salieron a su encuentro tras ocupar la calle y las terrazas. Buen comienzo que ya venía acomodándose en una normalidad aún por asumir, si bien, este viernes se estrenó con desescalada ilusionante, con el disfrute del aforo en lugares públicos al cien por cien y ello empieza a dar tranquilidad. La cautela permanecía en las caras y en el sentido común, al menos durante el desfile y poco después, cuando estos renglones se escribieron. La gente se agrupaba a discreción, sin embargo el número de integrantes más bien reducido mantenía la distancia no solo entre ellos, sino con el grupo inmediato. Es reseñable el cuidado, el cumplimiento de las normas y el uso de la mascarilla, que en ningún momento abandonó la cara.
Y es que había ganas de socializar, de recuperar esos ratos de charla a pie de calle, de sentir la sorpresa del encuentro circunstancial y vestirla con la alegría espontánea de una carcajada. Pero sobre todo había ganas de tambor, de toques cadenciosos y secos acompañando a una imagen vestidos con la alegría y la vistosidad solemne de una marcha de gloria. Enmudecido desde hace casi dos años, el tambor voló por las calles isleñas sobre la brisa nublada y cálida de este veinticuatro de septiembre. Y se acercaba como siempre, percutiendo con más fuerza cada vez hasta forzar el pestañeo acompasado de pequeños y mayores, enredándose con la emoción al abrigo del pecho, un latido acallando al otro.
La Isla va volviendo a la vida. Este verano ha vibrado con la música de los conciertos, con los espectáculos, con las presentaciones de libros rozando el otoño. Pero el tambor, ya sea cofrade o militar, es tan nuestro como la sal, el azul del cielo o el fango de la marisma. Quizás no nos hayamos dado cuenta hasta oírlo de nuevo perfumado de incienso, acompasando la dulzura o cumpliendo con el rito, porque el tambor, al percutirlo, va llamando al recuerdo hasta mostrarlo tan claro y redondo como un relato. Por eso callamos cuando pasa por delante y se nos cruza: por los toques, no por los golpes, por la armonía, no por la destemplanza.
Las palabras de un antiguo entrenador ocuparon los últimos días de agosto para asegurarnos que la vida de verdad no vuelve hasta que no vuelve el fútbol. Es posible. Sin embargo, en La Isla la vida sabe cómo debe hacerlo. Y con qué.
Aún faltan los dos besos y el abrazo. Pronto.