Crítica de cine de Jesús González, de El Último McGuffin, de El Puerto
Desde el estreno de Jurassic Park en 1993 y hasta la actualidad, la industria hollywoodense no ha cejado en su empeño de replicar el éxito de la película de Steven Spielberg, considerada por muchos como el primer gran “blockbuster” moderno. Lo cierto es que este empeño ha llevado a una contradicción a la que cuesta encontrarle una explicación coherente: las posteriores películas de Jurassic Park (y de Jurassic World) han ido desgastando de manera inexorable los principales valores de la película original: la originalidad de la propuesta, la sorpresa de ver a los dinosaurios en pantalla, el tono de aventura para toda la familia, o la sensación de maravilla. Sin embargo, y a pesar de la lacerante falta de ideas nuevas y el uso reiterado y cansino de las que funcionaron hace más de 30 años, todas han conseguido una cantidad ingente de ingresos en taquilla. El público va a ver a los dinosaurios al cine. Es un hecho irrefutable. Quizás esa sea la única explicación necesaria para entender por qué Hollywood puso en marcha la producción de una nueva entrega cuando ya la saga parecía más que finiquitada. La realidad es que Jurassic World: Rebirth (2025), que para nada ha contado con el visto bueno de la crítica, ha recaudado más de 300 millones en su primer fin de semana de estreno. La contradicción se repite; los dinosaurios se abren camino una vez más.
Dirigida por Gareth Edwards y escrita por el mismísimo David Koepp (esto último es bastante difícil de asimilar), la nueva entrega de Jurassic World funciona como una especie de homenaje que no solo incluye referencias al resto de películas de la saga, sino que también abarca parte del universo Spielberg más allá de los dinosaurios, como es el caso de Jaws (1975). La película se estructura en torno a grandes secuencias de acción en las que los protagonistas intentan conseguir el ADN de los tres dinosaurios más grandes que existen: el Mosasaurus (marino), el Quetzalcoatlus (volador) y el nuevo Titanosaurus (terrestre), con la dificultad añadida de que estos deben estar muy cerquita y vivos para que la muestra sirva.
Dejando de lado lo absurdo que resulta poner en palabras el ridículo argumento de la película, este explora temáticas y elementos ya familiares, como las peligrosas consecuencias de usar la ciencia bajo el apetito repleto de amoralidad y avaricia que mueve las fauces del monstruo empresarial; o la falta de conciencia ecológica de una sociedad que se cree superior al resto de especies con las que comparte planeta. Nada mejor que incluir de nuevo al ser humano en la cadena trófica de unos depredadores jurásicos para entretener al espectador y de paso remover conciencias, aunque también es cierto que llevan siete películas hablando de lo mismo. Por si con los dinosaurios normales no bastasen, la película vuelve a ahondar en las horripilantes consecuencias de la experimentación con animales, incluyendo algunos híbridos genéticos que rememoran la atmósfera de otras películas de monstruos de serie B.
En lo que sí acierta de lleno esta Jurassic World: Rebirth, más allá de la jugada maestra que supone haber juntado a los dinosaurios con la presencia de Scarlett Johansson, es en el cuidado con el que están tratados sus personajes, a los que se les dedica algo más de tiempo y cariño que en el resto de blockbusters actuales. Quizás por ello, su propuesta sincera y sin pretensiones, basada fundamentalmente en el entretenimiento del espectador, funciona, a pesar del desgaste de unos colmillos que han dejado de emocionar con la misma mordiente que antaño.
Alguna demostración aislada de que Gareth Edwards gestiona con brillantez los contrastes a gran escala en pantalla justifica que Jurassic World: Rebirth deba verse en el cine como el espectáculo palomitero del verano que es. Aprovechen la oportunidad para verla en los cines Artesiete Bahía Platinum, que sacan todo el partido a los rugidos de los dinosaurios con la tecnología Dolby Atmos.