El mar no perdona, pero tampoco olvida. Así comienza Trident’s Tale, no con una cinemática grandilocuente ni una explosión de fuegos artificiales, sino con la silueta de un navío maltrecho surcando un océano en penumbra mientras una voz en off narra, con tono grave, las consecuencias de desafiar los designios de las profundidades.
Desde ese instante, el jugador no es un espectador, sino un tripulante más en una travesía que huele a salitre, traición y sueños rotos. El juego se despliega como un mapa de pergamino antiguo que va desvelando lentamente sus secretos: una mezcla audaz entre exploración marítima, combate cuerpo a cuerpo y misticismo submarino, sostenida por una narrativa que reinterpreta el mito del tridente como símbolo de poder y condena.
Encarnamos a Ocean, una pirata marcada por un pasado familiar turbulento, que busca redimirse encontrando las reliquias perdidas del Tridente de la Tormenta. A diferencia de otras protagonistas arquetípicas, Ocean es vulnerable, irónica, terca y profundamente humana. La construcción de su personaje está cargada de matices: no es la heroína clásica, sino alguien que navega entre la codicia, la necesidad de justicia y una deuda pendiente con su propia sangre. Es en ese conflicto donde el juego encuentra su centro emocional.
El apartado visual, aunque limitado por el hardware de Nintendo Switch, se defiende con una dirección artística inteligente. Las paletas de colores están sabiamente escogidas: los tonos fríos de los mares del norte contrastan con la calidez dorada de los archipiélagos del sur, y los efectos de luz durante las tormentas marinas —cuando el cielo se abre y el agua brilla de forma espectral— son sorprendentemente evocadores para una consola híbrida. A pesar de los inevitables problemas de framerate y algunos glitches en las transiciones entre zonas, hay momentos donde el juego alcanza un nivel de belleza inesperado, rozando lo poético.
En lo jugable, Trident’s Tale opta por una estructura semiabierta que recuerda a títulos como Wind Waker, pero sin el componente de recolección excesiva que lastraba el ritmo. Aquí la exploración tiene propósito: cada isla encierra secretos únicos, fragmentos del tridente, historias locales e incluso facciones que responden de forma distinta a nuestras decisiones.
El juego se beneficia de un sistema de moralidad sutil —nada de barras evidentes— donde las consecuencias emergen más adelante en la aventura. Traicionar a una aldea puede ayudarte a corto plazo, pero convertirte en leyenda negra tiene su precio.
El combate combina sencillez y táctica. No estamos ante un hack’n slash frenético, sino ante un sistema donde cada movimiento debe medirse, especialmente en dificultad elevada. Los enemigos no son masillas: cada tipo —ya sean esqueletos malditos, corsarios espectrales o criaturas abisales— obliga a adaptar el estilo de lucha. A ello se suma la posibilidad de invocar poderes ligados al tridente, como crear corrientes marinas a nuestro favor o desatar rayos durante una tormenta, dotando al combate de una dimensión más estratégica. La personalización de la nave y el equipo refuerza la sensación de progresión, sin caer en lo abrumador de los RPG más densos.
La música merece mención aparte. Cada región tiene su propio leitmotiv y la banda sonora navega entre lo épico y lo melancólico, con instrumentación que mezcla violines marinos, percusiones tribales y susurros corales que parecen grabados bajo el agua. Es en los momentos de silencio —cuando navegas bajo la luna o te detienes a observar una ballena gigante nadar en la lejanía— donde el sonido ambiente y la música se funden para crear atmósferas memorables.
Ahora bien, la versión de Switch sufre. Hay tirones importantes durante algunas batallas, ciertas texturas que no cargan a tiempo, y el input lag ocasional puede frustrar los combates más exigentes. No es injugable, pero sí exige paciencia. En comparación, versiones en otras plataformas son notablemente más estables y detalladas. Aun así, jugarlo en portátil tiene un encanto innegable, especialmente durante la navegación tranquila o las fases más introspectivas.
En lo narrativo, el juego destaca por no tratar al jugador como un idiota. No hay marcadores obvios ni cinemáticas que lo expliquen todo. La historia se cuenta con fragmentos, con gestos, con objetos encontrados y diálogos que más que informar, insinúan. Ese respeto por la inteligencia del jugador lo sitúa por encima de muchas aventuras genéricas, y recuerda al estilo de Journey o incluso Outer Wilds en su forma de revelar el mundo. A medida que reconstruimos la historia del tridente y su maldición, también vamos descifrando los errores de Ocean y entendiendo su motivación.
Comparado con sus predecesores espirituales —porque aunque es una nueva IP, tiene raíces evidentes en títulos como Skies of Arcadia o Sea of Thieves—, Trident’s Tale apuesta más por la intimidad que por el espectáculo. No busca deslumbrarte con la escala, sino cautivarte con los detalles: un cuaderno de bitácora garabateado, una cabaña abandonada donde suena una melodía, un anciano que lleva décadas esperando a su hija perdida en una tormenta. Son momentos así los que hacen que te detengas y respires, algo raro en un medio cada vez más acelerado.
En definitiva, Trident’s Tale no es perfecto, pero sí profundamente honesto. Su propuesta está lejos de los AAA abrumadores, pero justo ahí reside su fuerza. Es una obra que confía en su mundo, en su historia y en el jugador. Si te dejas llevar por la marea, descubrirás una experiencia que, aunque breve en lo técnico, es inmensa en espíritu. Una carta de amor al mar, a los mitos y a esa parte de nosotros que siempre está buscando algo perdido. Aunque sea al final del mundo.