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Desde el campanario

Del rojo al amarillo y viceversa

Hoy tengo la sensación de que la chavalería va tres o cuatro pueblos por delante de la carretera y se pierden parte de la vida

Publicado: 08/09/2024 ·
18:13
· Actualizado: 08/09/2024 · 18:13
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Autor

Francisco Fernández Frías

Miembro fundador de la AA.CC. Componente de la Tertulia Cultural La clave. Autor del libro La primavera ansiada y de numerosos relatos y artículos difundidos en distintos medios

Desde el campanario

Artículos de opinión con intención de no molestar. Perdón si no lo consigo

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No es que a mi me preocupe mucho el asunto del patriotismo y los límites del país que habito. Más bien los contemplo como una pequeña parte de la globalidad del mundo que poblamos. Con sus características y singularidad como cualquier otro, aunque por momentos me cobije bajo su manto por razones de procedencia.  Pero hay que hilar fino a la hora de dar opiniones porque a las primeras de cambio te tachan de radical trasnochado equivocadamente. Y es que, parece como si los valores morales fueran una heredad exclusiva de la facción conservadora. Ponerte una prenda rojigualda o un pin de la bandera de España en la solapa en un momento dado, también conlleva al equívoco de ser tildado como patriota rancio y eso no es cierto.

Que uno reniegue de un régimen en el que los curas amenazaban a los niños con un dios castigador y en el que los hombres eran marionetas del Estado y las mujeres pasaban de la tutela paterna a la de su esposo de por vida, no quiere decir que desprecie los valores y la educación que recibió de sus padres, o trate de mantener y practicar ciertas conductas del costumbrismo social de su infancia.

La gente, hace ya casi cincuenta años, estaba sometida a la opresión. Eso es de Perogrullo. Pero no lo estaba a la privación de moralidad y decoro. Por el contrario, se mostraba humilde, íntegra, leal y honesta; con las excepciones inevitables. No creo que haya que renunciar a esas excelencias para ser un buen demócrata. Estas cualidades han acompañado a todos los hombres decentes a través de los tiempos, y opino que no es de carcas trasmitirlas sucesivamente a las generaciones venideras, ya que, al hablar de ellas, estamos hablando del caudal moral del ser humano y no de las señas de identidad de un régimen político determinado, ni las de un país propietario de todo lo destacable.


Quiero relatar brevemente algunas de las cosas que me inculcaron mientras fui creciendo y que con el devenir de los años se van volatilizando cual piuma al vento sin razón alguna por que, en ningún momento esos bienes intangibles como digo, fueron monopolio nacional del tradicionalismo. Son cosas vividas que quedan sembradas sobre los poros de tus recuerdos y regresan a la memoria con absorbente melancolía.

 Por aquella etapa de mi vida yo era solo un niño y como tal sentía y obraba. Vivía ajeno a los problemas de los mayores. Me daba miedo de la oscuridad, de las cucarachas y las películas de Drácula las veía al trasluz de mi rebeca en el cine de verano. Los niños por entonces descubríamos las cosas a su debido momento. Hoy tengo la sensación de que la chavalería va tres o cuatro pueblos por delante de la carretera y se pierden parte de la vida. Es como si se hubieran desnaturalizado los ciclos cronológicos de la existencia.

Mis padres me enseñaron lo que es el respeto. Respeto a lo ajeno, a los vecinos, a los profesores y a los mayores. Me enseñaron a responderles con educación. Jamás se me ocurrió insultar a un anciano o agredir a un docente. Más tarde, en mi adolescencia, aprendí también a respetar a las niñas. A conseguir su atención sin intimidación y con galantería. Aprendí la urbanidad y la cortesía. Dejar la acera a las señoras, ceder el asiento en el autobús a los mayores y descubrirme la cabeza en espacios cerrados. El barrio era una gran familia. Los vecinos compartían sus vivencias entre ellos y a la gente se la valoraba por sus cualidades. No por la marca de su coche o el logotipo de su ropa. La noche era refugio de enamorados y no campo de violencia callejera. Me enseñaron a ganarme las cosas a pulso. Que los esfuerzos de mi infancia serían los que me marcarían para siempre. Me dejaron muy claro que la vida es cuesta arriba y que cuanta más ayuda recibiera para subirla, peores consecuencias me traerían en el futuro. También me descubrieron que el patriotismo mata. Que nadie debería dar su vida por una bandera porque el mundo originariamente no las tiene. La palabra de un hombre era su mejor aval y la garantía más fiable para sellar cualquier acuerdo. Fui feliz en la necesidad porque lo aprendí en el ejemplo de los mayores. A ellos las carencias y los aprietos ni los despeinaban. Supieron disfrutar sus días sin sueños de abundancia. Me gusta recordar la armonía en el ambiente de las calles. La presencia de nuestros abuelos en casa y la familia junta a la hora de la comida. Los horarios sincronizados con el amanecer y el ocaso me daban sosiego y armonía. Cada cosa a su hora y una hora para cada cosa. Sin desajustes ni retos a la esencia de lo natural.   

Son enseñanzas y recuerdos de costumbres, carácter y cualidades que me reconfortan sin influir ni condicionar mi tendencia ideológica. Es la cosecha acopiada en el tránsito vital de los que atravesamos aquellos años hace ya unos cuantos lustros, y que vale la pena conservar y transmitir, porque por entonces no había nada más valioso sino todo lo contrario.

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