Yo soy de aquellos que se sentaban frente al televisor para disfrutar de uno de los programas musicales más vistos a nivel mundial, como era Eurovisión. En los últimos años, aunque sigo compartiendo sofá y cena con amigos y familiares cuando llega la final de este evento, lo vivimos desde otra perspectiva y observamos cómo la cultura musical que encumbró a dicho certamen en sus inicios se ha difuminado en el transcurso de los años, convirtiéndose en una pantomima política y relacional, donde la calidad y el arte pasan casi desapercibidos.
Aquellos que disfrutamos de la música somos conscientes de la dificultad que entraña cualquier tipo de concurso de estas características, pero este vergonzoso panorama al que nos someten cada año en Eurovisión rompe con todas las reglas establecidas de lo que debería ser un concurso con calidad, llegando en muchos momentos a sentir vergüenza ajena, no solo por la ridiculez de algunos temas y artistas participantes, también con la metodología que se emplea para decidir a los vencedores.
España ha sido uno de esos fundadores que también han contribuido a esa desidia que se siente, contribuyendo con personajes y temas tan absurdos como chocarreros, logrando con ello alejar a muchos artistas, ya consagrados, de esa mancha que deja este concurso, que marcará en cierta medida el devenir de sus futuros.
Seguramente, seguiré al frente de la caja tonta para compartir la final de este afamado concurso llevado a menos pero sin aquel entusiasmo que nos reunía en familia, y sobre todo, sin coincidir nuestras quinielas con los supuestos jurados, que al margen de esa lluvia que nunca cae a gusto de todos, muchos países participantes llevan sus respectivos paraguas.