Quedamos en que el centro vital del barrio era la Plazoleta de los Melones. Los recuerdos siguen fluyendo como caricias y yo aporreo el teclado velozmente para no extraviarlos. En ese espacio empedrado discurrió mi infancia en cuatro primaveras. Desde el confín de la yesería el Nazareno en el Barrio Vidal, hasta los arrabales del Mercado de Abastos. Desde el eco del Madariaga llevando los goles del Cría al viento, hasta la trova telegrafiada de Machín llamando a la función de aquel verdadero Teatro de las Cortes. Madresita del alma querida…todo ello envuelto por el tufillo a leña quemada del horno los Milagros. Me emociono.
El aire de mi barrio era una mixtura de sabores y aromas como no ha existido otro en nuestro pueblo. Ese aire tenía colores. Se veía, se tocaba y se untaba, como aquella irrepetible manteca colorá. Quien conoció una mañana de mercado en el barrio de la Plaza no puede olvidarlo. Y los que lo gozamos, lo llevamos a borricate por todos los poros de nuestra piel.
En la plazoleta se instalaban a diario los vendedores que no tenían puesto en el mercado. Casi todos fruteros y verduleros de Chiclana y Conil que hacían diariamente camino de ida y vuelta desde sus pueblos a lomos de mulos y burros cargados de mercancía, pertrechos y toldos de lona para el sol o para la lluvia según el tiempo. Sin una queja, eh. Que alguien me lo explique.
Camuflado entre ellos, el quiosco de Eduardo Maza, preciado manantial de petróleo para los infernillos y los quinqués. Dando vueltas al entorno, Pimentel guiando de la jáquima a su pollino rebosante de cántaros de barro. Y al loro siempre el Piuna, con el pitillo de matalahúva colgado en sus labios y el carrito de dos ruedas entre las manos, dispuesto a cualquier entrega por importe a convenir y propina.
A la navidad en la plazoleta se le unía un nuevo embrujo. Los pobladores habituales se veían acompañados por una bandada de pavos de campo condenados a la guillotina. Los pobres no cesaban en su aleteo y su glugluteo implorando una clemencia impensable. En aquel Edén terrenal aprendí que una romana era algo más que una nativa de Roma.
Pero siempre hay un garbanzo negro que amarga el plato. Allí mismo, junto a la explanada de pelotes vivía un mal nacido. Un lampistero cojo, de oficio canalla, que entre vaso y vaso de vino maltrataba brutalmente a su esposa. Una buena mujer a merced de aquel HDLGP. Aún escucho sus gritos desgarradores. Aquel astado, era una funesta intrusión en un delicioso oasis de afectiva convivencia.
El hilo musical del ambiente sonaba al compás de un batiburrillo de pregones ensortijados acompañando el devenir de centenares de mujeres llegadas de todas partes de La Isla con su cesta de la compra esperando ser ocupadas por viandas, en menor o mayor cuantía, según el peso de cada monedero. Muchas aún envueltas en sombras y melancolía, con falda a media pierna y cubiertas con pañuelo negro, huella de duelo por las pérdidas sufridas durante el alzamiento del treinta y seis, no tan lejano en el tiempo por entonces.
Escalando el Callejón de los muertos hacia el cementerio surge el padre Grillito sotana arremangada a la caza de algún motorista que lo acerque al camposanto. La banda derecha de la calle la ocupaban el instituto y la Ladrillera. En la orilla izquierda el taller de Antonio Canalejas, la Huerta de Rosalía, factoría de ramos de flores para los difuntos, y la heredad de Cifuentes. Pero sobre todos destacaba la Popular, más conocida en el lugar como la Fábrica de la luz. ¡Por favó, que alguien premie la ocurrencia de tal apelativo a unas simples oficinas! Arriba, el Parque, y frente a su pajereta varias cocheras de puertas enormes, que hacían de portería en los desafíos de fútbol.
Siguiendo por Antonio López, echo una miradita General Serrano abajo y me parece estar viendo una muchedumbre delirante junto a los niños arremolinados entre los artistas, accediendo al teatro por la puerta del escenario. Celia Gámez, Gloria Laso, Luís Mariano, Concha Piquer, Antonio Molina.. y enfrente el almacén del Nazareno, con San Jorge sentado al revés en su silla de anea.
Continúo camino de la Plaza y en la puerta de El triunfo reconozco a Paco, otro vendedor de cupones, que perdió las piernas en un intento fallido de suicidio arrojándose al tren. En San Diego, Jiménez el futbolista. Oneto y el alquiler de bicicletas y Casa Juana, el Leroy Merlin de aquel momento. Allí se compraba desde cal viva hasta esteras y hornillos, pasando por botijos y calamina para la picazón. Cerca ya del mercado estaba Félix Hormigo fondeado en el pasillo de su tienda envuelto por colchones, lámparas y muebles. O pasabas de costado o no pasabas. Rafael Chaves con su tic en el ojo despachando penicilina en la farmacia. El Sosiego y la Eureka de la familia Torrejón. A la vuelta en Hermanos Laulhé, se ubicaban la carbonería, el paragüero el hojalatero y varios bares. Torre-Plaza, la Florida, El Batacazo… Este último tomó el nombre de los jardazos que se daban algunos petroleros al bajar el enorme escalón de la entrada. Era raro deambular por aquella zona del barrio sin cruzarte con alguno de los Caña o los Pelaos ¡ojo! Gente seria. De casta. Con ellos, tonterías las precisas.
Con seguridad el negocio más próspero y popular por allí era Rosario la de la Loza. Donde Manolo pasó buena parte de su vida acarreando platos al puesto ambulante que, además del despacho en Cayetano del Toro, tenían en el interior del Mercado. Imposible olvidar al Liqui. Él era la alegría del barrio. Nadie escapaba a su gracia. Todos nos partíamos de risa con sus ocurrencias y sus chistes. Pobre Liqui. Una ola asesina se lo llevó para siempre en la flor de su vida. Es la única vez que he visto tambalearse la integridad del viejo barrio. Aún me resulta imposible pasar por esa esquina sin mirar al cielo.
En mi archivo incorpóreo quedan para otra ocasión otros muchos recuerdos imborrables de aquel entrañable trecho de mi vida. Tiempo habrá de rememorarlos. Ahora regreso a mi casa en la anterior calle Muñoz Torrero. Amenaza lluvia y voy en pantalón corto. Además, no llevo las katiuskas puestas. Vuelvo un tanto pesaroso después de este viaje en el tiempo, pero una cita que ni pintada acude a mi rescate y me restituye el ánimo. Su autoría es confusa ¿García Márquez o el Dr. Seuss? Da igual. Dice así:
No llores porque terminó, sonríe porque sucedió.