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30/06/2024
 

La globalización de la indiferencia

El Papa Francisco ha centrado su mensaje para la cuaresma 2015 en la indiferencia con que el mundo de hoy, cristianos incluídos, contempla el dolor, el sufrimiento y la marginación que atenazaban a millones de personas. La sociedad de bienestar, cuyas ventajas son indiscutibles, tiene también su lado oscuro, del que forma parte la indiferencia ante las necesidades de los demás: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien. Como recuerda el Papa, esta actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia.


Por desgracia, casi a diario constatamos esta globalización de la indiferencia. Parece como si el umbral de nuestra sensibilidad hubiese bajado escandalosamente a mínimos no conocidos hasta ahora. Y ello puede deberse quizás, a que la globalización que favorecen los medios de comunicación pone ante nuestros ojos, de manera constante, las mil y un desgracias que azotan al mundo, produciendo una saturación informativa, que tiene como consecuencia, la indiferencia progresiva ante el mal ajeno. En los pasados días hemos podido volver a comprobar esa indiferencia global con motivo del asesinato de 21 egipcios. El motivo fundamental por el que fueron masacrados en Libia no fue por ser egipcios, sino porque eran cristianos, y se negaron a convertirse al Islam. La indiferencia de Europa, España incluída, ha llegado hasta el punto de silenciar la condición creyente de estos mártires del siglo XXI, que era, en definitiva, la causa de su asesinato por fuerzas del Estado Islámico. No es momento de ahondar en los motivos de esa invisibilización informativa de la condición cristiana de los egipcios masacrados, que como poco pueden ser calificados de torpes, cobardes y malintencionados, pues analizar las causas de ese silencio felón daría para mucho más espacio del que permiten estas simples líneas. Cabe, como compensación, hacer algunas preguntas retóricas que, como casi todas las de este tipo, quedarán en el aire, sin contestación, porque ésta es más que evidente. Por ejemplo, ¿cómo se financia el Estado Islámico? Ciertamente que con petróleo, fundamentalmente proveniente de las zonas de Siria e Irak que controlan sus tropas. ¿Quién compra ese crudo? Evidentemente Occidente. ¿Qué recibe el Estado Islámico como pago? Mayoritariamente armas. ¿Cómo es posible que Occidente, el Occidente desarrollado, democrático y defensor de los derechos humanos, facilite, en cierto modo, el armamento de un grupo que es la negación opuesta de lo que representa Occidente? ¿Dónde quedan, pues, la defensa de las minorías, la libertad de conciencia y religión, el respeto del primer derecho humano, que es el derecho a la vida? ¿Qué hace Occidente, paladín de esos derechos, para preservarlos y defenderlos allí donde son conculcados? Preguntas como éstas, y más, podrían seguir haciéndose. Pero ello parece que no sacudiría mucho nuestras conciencias de la indiferencia que parece corroerlas. Una sociedad indolente ante el sufrimiento y la injusticia ajenas, por muy lejanas que éstas sean geográficamente hablando, da un paso adelante hacia el abismo de su autodestrucción.

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