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De la trucha a la capa

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  • Vista desde el ábside de la Iglesia románica de Santa María la Nueva. -
Seiscientos ocho años separan dos acontecimientos singulares que tuvieron lugar en nuestro país. Seiscientos ocho años entre la disputa por una trucha y la negativa a acortar la capa y en los dos casos, se terminó igual, levantándose el pueblo contra el gobernante y tomando la justicia por su mano. En ambos casos, como se verá, el pueblo salió victorioso y en ambos casos los monarcas reinantes hubieron de doblegarse al enorme poder de un pueblo que ya está cansado de aguantar injusticias, hambre y represión.
Seiscientos ocho años entre los dos motines quizás más famosos de los habidos en este país, si no contamos el Levantamiento del Dos de Mayo contra los franceses, cuyas causas, de lesa patria, justificaban y con mucho la revolución.

El Motín de la Trucha tuvo lugar el año 1158 en Zamora, que en aquella fecha pertenecía al reino de León, que sentaba en su trono a Fernando II. Cien años antes, su antepasado Fernando I, primer rey de Castilla y luego rey de Castilla y León, por matrimonio, había concedido determinados privilegios a las plebes que evidentemente no habían satisfecho a los nobles, que aun conservaban muchos derechos, algunos de los cuales comenzaban a ser intolerables.
No se sabe muy bien si aireado como leyenda urbana de la época o realidad absoluta, lo cierto es que se cuenta que aquel año de 1158, en el mercado de abastos de Zamora ocurrió un hecho singular que acabó en una revuelta de la plebe en la que perecieron muchos nobles.
La nobleza tenía un derecho antiguo de entrar al mercado antes que el pueblo llano, para el que los abastos se abrían a las nueve de la mañana. Un día, Benito el Peletero, que tenía una tienda de curtidos en la cuesta de Balborraz, muy cerca de la Plaza Mayor de Zamora, mandó a su hijo Pedro al mercado. El chico esperó a la puerta a que la campana señalase la hora en que los plebeyos podían hacer sus compras y al sonar ésta, entró con los demás ciudadanos y concertó la compra de una magnífica trucha sanabresa con un pescadero amigo suyo. Ya había cerrado el trato con el mercader, cuando apareció un sirviente de don Gómez Álvarez de Vizcaya que haciendo caso omiso de la hora y del permiso al pueblo para comprar, se empeñó en llevarse la trucha para su señor. No se sabe muy bien si solamente forcejearon el joven Pedro y el sirviente, o como dicen algunos otros, en la refriega, Pedro dio muerte al lacayo, lo cierto es que enterado don Gómez de que no se había considerado su alta alcurnia, montó en cólera y pidió el máximo castigo para tamaña ofensa.
Llamó a capítulo a toda la nobleza zamorana y, presididos por el Justicia Mayor, don Ponce Cabrera, entraron en concilio en el interior de la iglesia de San Román. Muerte y escarmiento, era la petición de la nobleza, por lo que la turba, enfurecida contra los aristócratas y dirigida por Benito, el padre de Pedro, cerró las puertas de la iglesia y acudiendo a la cercana Plaza de la Leña, acarrearon cuanta madera pudieron con la que iniciaron una hoguera que terminó por prender en la techumbre que se desplomó sobre los nobles congregados en el santo lugar. No satisfechos con ello, asaltaron la cárcel, edificio próximo a la mencionada iglesia, posiblemente porque allí se encontrara encerrado el joven Pedro, al que liberaron así como a todos los presos.
Más tarde, cuando meditaron sobre la trascendencia que su acción podría conllevar, los más significados de la revuelta, recogieron sus pertenencias y se marcharon hacia Portugal. En el camino escribieron una carta al rey Fernando, solicitando su perdón y advirtiendo que caso de no obtenerlo se marcharían a repoblar tierras portuguesas, donde serían muy bien recibidos.
Sabedor el rey de esta circunstancia y ante el miedo de quedar despoblada una ciudad como Zamora, vital para la defensa del Duero, otorgó el perdón real con dos condiciones: la primera que reparasen la iglesia sin costo alguno para las arcas reales y la segunda que obtuviesen el perdón papal por tamaña felonía.
El Papa también se avino al perdón, previo pago de su importe y los zamoranos reconstruyeron la iglesia que a día de hoy se localiza en la llamada Plaza del Motín de la Trucha y que recibe por nombre Santa María La Nueva.
La otra revuelta nos es más próxima. Reinaba en Nápoles y Sicilia el monarca español Carlos VII, duque de Parma y Toscana, tercer hijo de Felipe V y primero de su matrimonio con Isabel de Farnesio, al fallecimiento de sus dos hermanos mayores, Luis y Fernando, heredó la corona de España, a donde se trasladó con gran pesar suyo. Aquí reinó con el nombre de Carlos III, conocido como el mejor alcalde de Madrid.
Era un rey moderno, muy viajado; afrancesado, que se decía en la época y que se quedó desagradablemente sorprendido cuando pudo comprobar que Madrid no era mejor que un corral de vacas: calles sin empedrar, que levantaban polvaredas en verano y se convertían en ciénagas en invierno, mal alumbradas, insalubres por su falta de saneamientos, en donde todo se arrojaba a la vía pública previa advertencia de ¡agua va!, inseguras, y muchas otras valoraciones, todas negativas, mereció la ciudad para él y sus acompañantes.
Por no tener, no tenía ni un palacio donde alojarse dignamente, pues el Palacio de Oriente estaba en construcción.
Al rey lo había acompañado parte de su equipo de gobierno de los reinos italianos y entre ellos destacaban Grimaldi, Sabatini y Esquilache.
Los tres eran personas ilustradas, de la total confianza del monarca, a los que se ofreció responsabilidades importantes en el nuevo gobierno español. Sobre todo don Leopoldo de Gregorio, Marqués de Esquilache, al que dio la cartera de Hacienda.
Esquilache empezó ha hacer innovaciones importantes en la ciudad: adoquinar calle, hacer conducciones para aguas residuales, colocar farolas y algo muy curioso, empezó a acostumbrar a la nobleza a la higiene y a adoptar la forma de vida que se había impuesto en toda Europa y que se conocía como Ilustración y en el desprecio popular se llamaba afrancesamiento.
Una de las cosas que hizo fue modificar las modas en el vestir, imponiendo la capa corta, muy francesa, y el tricornio, o sombrero de tres picos, en vez de los grandes sombreros chambergos de ala muy ancha o las capas hasta los tobillos que se usaban entonces. La nobleza aceptó bien el cambio que embellecía a los "petimetres" de la corte y pronto se cambió la tendencia, sin embargo las clases populares seguían utilizando las capas y los castoreños.
Un edicto de Esquilache prohibió de manera radical el uso de estas dos prendas con carácter general, so pretexto de que bajo ellas, una persona se embozaba ocultando su identidad, y podía cometer cualquier tropelía, así como que servía para ocultar armas que estaban proscritas para el populacho. La medida podría ser sensata e incluso conveniente en la insegura capital de España, pero impopular.
La multa, en caso de incumplimiento del edicto, era de seis ducados y doce días de cárcel para la primera infracción y el doble para la segunda.
A los pasquines anunciando el edicto, los madrileños contestaron con otros pasquines poniendo verde al italiano. Llegaron las primeras multas y las primeras prisiones para los desobedientes y las provocaciones a los alguaciles locales a los que Esquilache reforzó con miembros de la famosa y temida Guardia Valona.
Se cobraban multas en plena calle, o se recortaban las capas de los desobedientes, hasta que la mañana del Domingo de Ramos de 1766, en la madrileña Plaza de Antón Martín, unos ciudadanos provocaron y agredieron a los guardias a los que hicieron huir. La turba enfervorizada asalta un cuartelillo de la misma Plaza y se apodera de sables y fusiles, con los que se dirige a la cercana calle de Atocha, en donde se topan con el Duque de Medinaceli que se compromete a actuar de mediador. Las represalias de la guarnición no se hicieron esperar y Esquilache, en vez de moderar el conflicto y aplacar ánimos, ordenó una mayor contundencia en las actuaciones. El resultado fue una revuelta popular que prendió como la pólvora por toda España.
En Madrid, envalentonados por los primeros resultados, los sublevados asaltan la casa de Esquilache y matan a un sirviente. En ese momento el Marqués se encontraba en Palacio, despachando con el rey. A su paso por las diferentes calles, la turbamulta va rompiendo farolas y todo lo que les huela a innovación de Esquilache, el cual ha de quedarse junto al rey en el Palacio Real a esperar que se calmen los ánimos.
Al día siguiente, la multitud se dirige a Palacio, en donde la Guardia Valona se hace fuerte y dispara contra la muchedumbre, matando a una mujer, lo que enaltece los ánimos aún más, si cabe. Un sacerdote se ofrece como mediador y hace llegar una lista de peticiones al monarca, que finalmente accede, dando fin al conflicto.
Los insurrectos piden que se marchen los ministros italianos y sus familias, abaratamiento del precio de los comestibles, supresión de las Juntas de Abastos, disolución de la Guardia Valona, que los demás guardias no salgan de sus cuarteles y que se siga autorizando el uso de la capa y el sombrero. ¡Ah, y que el rey salga al balcón para ratificar todo eso de viva voz!
El rey lo acepta todo pero se marcha a Aranjuez muerto de miedo, en compensación, hace leer su promesa por las calle de la Capital y el pueblo vuelve a sus casas contento dando vivas al rey.
Como en la Trucha ¡qué fácil es convencer a un rey, cuando se lo pide la masa enfadada!

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