La lluvia siempre nos brinda otra mirada distinta sobre las cosas. Quién no recuerda, de niño, cómo descubrió en un cristal carreras entre las gotas y apostó por alguna de ellas.
La lluvia en Málaga, además de grandes charcos, regala cambios de color. Las fachadas enfoscadas toman colores más profundos y las construidas en piedra parecen ganar luz. Mientras, si al caminar por el centro, miramos de cuando en cuando al suelo, registraremos un festival de colores entre mármoles y travertinos, una vez se han lavado bien las aceras.
Llueve en Málaga y te pilla por sorpresa. Pero es que además llueve "de lado" y no hay más remedio que arrimarse a las fachadas. Si nos sucede esto saliendo de la Marina hacia el Este, al buscar una pared para abrigarnos nos toparemos con una de las calles más desconocidas de Málaga.
Es una calle que nació desde el puerto y ha quedado huérfana de agua. Recorriéndola a su largo, dibujamos una línea que al parecer trazaron para abrigar barcas. A mitad de la calle podemos parar junto a un árbol que ha sobrevivido tras los nuevos acerados. Ese es buen punto para contemplar una fachada que se atraviesa a nuestro paso, un palacio neoclásico con el que Carlos III y la Ilustración elevaron de categoría al puerto y a Málaga.
Entonces allí, junto a un singular palo borracho, si la lluvia nos deja alzar la mirada, quizás descubramos un color nuevo que se quiere sumar al de nuestro colorido casco histórico. Es un brillo metálico que viste el remate de un viejo edificio, de un palacio que quedó descoronado. En muchas capitales de Europa se visten de metal las cubiertas de sus palacios.
Ese color nuevo sobre un edificio antiguo es aluminio. Y lleva grabado, pieza a pieza, un paisaje desde Gibralfaro, para vestir la nueva cubierta de un edificio del XVIII, ahora, en el XXI. Es una recomposición culta, es una respuesta alegre para un palacio cariacontecido.
Es un color que en días nublados varía entre los grises azulados y blancos que entonan las nubes, y con la lluvia toma brillo y a veces parece plata. Es un color entre sardina y metálico sobre un palacio, homenaje de unos arquitectos a la cultura de esta tierra y decidida apuesta de muchos: políticos, técnicos y amigos de la Aduana para el futuro de nuestra ciudad.