La noche estaba programada para que los asistentes pasaran un buen rato. La expectación fue tal que una hora antes del inicio la gente que hacía cola en la taquilla se econtraba con la noticia menos agradable: “no hay billetes”. Aparte de eso, en cuanto a la afluencia de medios de comunicación, el ambiente estuvo en alza igualmente, pues incluso hubo una acreditación de Lituania, lo que muestra la internacionalización del flamenco.
La noche, en el plano estrictamente artístico, comenzó con el cante de El Quini, acompañado a la guitarra por Pepe del Morao. El pase que ofreció Joaquín Marín tuvo trazos dignos de mención en la soleá –que le salió estupenda– y en la seguiriya, donde dio buenas muestras de su capacidad de jondura. En cambio, en fandangos anduvo algo más discreto, utilizando un recurso que ahora está muy en boga: cantarlos a pie de escenario sin micrófono –¿se ha parado a pensar el cantaor de turno que apenas se le oye si adopta esa decisión?– y empleando más torrente de voz de la que sería necesaria. La bulería fue aceptable, simplemente, y ni que decir tiene que tuvo aires de Jerez, pero se esperaba más en este último palo de cierre.
Macarena de Jerez dio la de arena. Su repertorio no carece de ciertas cualidades, pero se apaga pronto. Su voz, con sabor pero con escaso ímpetu, se pierde en los tercios de los cuplés más comerciales para conseguir un efectismo popular que en el ámbito jondo no alcanza. Acompañada a las seis cuerdas por Juan Manuel Moneo, cantó por tienos-tangos –lo más positivo de su repertorio–, malagueñas, seguiriyas y bulerías –lo más negativo–.
Es sorprendente el poco respeto que tiene mucha gente hacia quienes están en el escenario, llegando al punto de cuestionarme, personalmente, los motivos de su presencia en un recital flamenco si luego no le prestan atención. La primera mitad, incluso personas que deberían dar ejemplo de saber escuchar, es decir, los primeros que lo reclaman en los escenarios, cuando están a pie de público adoptan una actitud distinta, charlando hasta por los codos.
El baile abrió la segunda parte con Gema Moneo. Bien. Sin estridencias, ni hipérboles, bailó bien. Es una mujer joven que se está labrando un porvenir interesante en el mundillo a base de esfuerzo y trabajo. A todo ello hay que añadir el hecho de que se sintió muy cómoda con el cante de atrás y con las guitarras. A Gema el público supo reconocerle que atesora un buen caudal de facultades, que no está todavía en su punto álgido –es algo que ella misma sabe– pero que, de continuar su proyección, es posible que logre buenos niveles dentro de un arte tan exigente como el flamenco.
Juan Moneo El Torta cerró el espectáculo de los Viernes Flamenco de 2009 con la sonanta de su sobrino Juan Manuel. Su actuación intercaló bondades excelsas –como ese eco sublime que sólo este artista tiene– con periodos de indecisión y dudas, como el poco aclimatamiento que tuvo con las seis cuerdas –se limitó a ir ad libitum, sin escuchar cuando le daba la entrada la guitarra–. Cantó por cantiñas, soleá, tangos y dos bulerías. Está claro que El Torta tiene unas condiciones tan grandes, tan sumamente flamencas, que no cabría insistir más en este terreno, pues es algo sabido. Ahora bien, alguien que sube al tablao debe tener en cuenta que por gloriosa que sea la etiqueta que el respetable le cuelga, ésta tiene fecha de caducidad. Esperemos que Juan Moneo no agote el caudal efervescente que el público le tributa y rinda, porque lo demuestra cuando quiere, como él sabe.
El flamenco atraviesa por momentos que no sabemos bien cómo catalogar, si óptimos o simplemente mejorables, a la espera de que algún genio con suficiente capacidad creativa, tanto intérprete como literato, permita darle a este bello arte andaluz el aldabonazo que merece en virtud de su histórica esencia. De todas formas, no todo es malo, al contrario. Los artistas hacen lo que pueden que, como están las cosas...