A propósito de la santidad escribió Cioran en su Breviario de Podredumbre: "Aquel que, habiendo gastado sus apetitos, se acerca a una forma límite de desapego, no quiere ya perpetuarse; detesta sobrevivirse en otro, al cual por otra parte no tiene nada que transmitir; la especie le espanta; es un monstruo y los monstruos ya no engendran". Una de las primeras actitudes del santo es su negativa a procrear, y ahí empieza su inflexible compromiso con las formas sublimes, su descenso al abismo de la renuncia. La castidad no sólo es higiénica sino que, además, como afirma Chesterton en una página memorable: "no significa abstención del error sexual; significa algo llameante, como Juana de Arco". Es imposible concebir la verdad del cristianismo al margen del fuego, al margen de la discordia y de la guerra, al margen del desgarrador alarido de los mártires.
El cristiano que pacta con el orden establecido ya ha entregado su alma al Príncipe de las Tinieblas. La única opción frente a la impostura que supone cualquiera de las infinitas fórmulas de comodidad claudicante no es otra que arrojarse a esa hoguera perpetua en la que se consume, con una perfecta y alarmante limpieza de espíritu, la campesina de Orleáns, exhausta tras el espantoso tormento de los interrogatorios.
Nada tiene que ver la penitencia, en este dramático contexto de la dialéctica evangélica, con el ambiguo arte de las transacciones comerciales. La etimología del término brilla por su meridiana claridad: poenitere designa "arrepentimiento", pero su semántica implica un sentido de sanción judicial que lleva directamente a los fundamentos del ejercicio expiatorio, concepto de vínculo indisoluble con la noción de sufrimiento en la que se resume la idea misma de la existencia. En estas tribulaciones, de poco sirve dárselas de listo y salir del aprieto pagando las deudas con billetes falsos; o conseguir, mediante engaño, que una víctima propiciatoria ocupe nuestro lugar en la celda de la prisión.
Ha sonado, entonces, la hora del silencio, ese silencio que grita desaforadamente todos los días, con sus noches, en las estancias de los cenobios, en la tremenda soledad de las clausuras. Aullidos ensordecedores, vociferaciones angustiosas, rugidos de desesperación, como si todas las legiones infernales se desplazaran constantemente, en un ir y venir enloquecido, por atrios, refectorios y galerías. Un estruendo horrísono que tritura el entendimiento e infunde en el que lo escucha el pánico de la condenación: experiencia premonitoria del organismo aniquilado, de la conciencia desintegrada y de la súbita putrefacción de la sustancia ontológica. Satanás no soporta el mutismo de los monasterios.
La divinidad nos pone a prueba. Y así surge la santidad pornográfica de los ateos. La pornografía del marqués de Sade es un procedimiento por medio del cual el espíritu combate a la carne. Si no hay Dios que haya creado la carne, dice Klossowski, "al espíritu sólo le quedan los excesos del lenguaje para reducir al silencio los excesos de la carne". Pero, ¿qué ocurre con la pornografía de los creyentes? La respuesta está, según Bataille, en la sólida cohesión del fenómeno humano y, por consiguiente, en la incontrovertible unidad de las pasiones. Desde el punto de vista de la codificación, apenas el grosor de un hilo separa al místico del depravado. Ambos conviven en la misma animalidad inmanente. Como sentencia un antiguo adagio: "cada hombre tiene en su corazón un cerdo que duerme".
Antonin Artaud escribió lo siguiente en una noche de insomnio y estreñimiento: "El mundo físico todavía está allí. Es el parapeto del yo el que mira y sobre el cual ha quedado un pez color ocre rojizo, un pez hecho de aire seco, de una coagulación de agua que refluye. Pero algo sucedió de golpe". Imagínense el resto.