hace una semana, el Chicago Tribune titulaba en portada: “Obama mendiga las Olimpiadas en Dinamarca”. El tiempo terminó por darles la razón. Es más, el día después surgieron otras alusiones mucho más duras, del tipo “primera derrota de Obama”; aunque puede que lo más lastimoso para sus asesores fuese el dañado resplandor de un aura mediático difuminado.
Una semana más tarde cualquiera le tose al presidente, desde ayer nuevo Premio Nobel de la Paz. No es el primer presidente de los Estados Unidos en obtener la distinción, pero sí el primero, en casi un siglo, que la recibe dentro de su mandato. Sólo Roosvelt (1906) y Wilson (1919) ocupaban el sillón presidencial cuando fueron reconocidos por la Academia sueca, y en ambos casos fueron premiados por su contribución a la finalización de sendos conflictos bélicos. Barack Obama no ha llegado a tanto, pero sus escasos nueve meses al frente de la Casa Blanca han sido suficientes para que el jurado considere probados sus “extraordinarios esfuerzos a favor de la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos”. El debate está servido, y no porque las conclusiones sean desacertadas, sino por el propio baremo establecido por la prestigiosa institución a la hora de delimitar los méritos de cualquier aspirante a este Nobel, uno de los más populares junto al de Literatura. Es más, con qué premiaremos al iluminado y oportunista presidente si progresa adecuadamente en sus objetivos por la paz mundial. Da la sensación de que el jurado no ha sido inmune a los destellos del “yes we can”, y no me extrañaría que surgieran teorías conspiratorias en torno a la designación, aunque en favor de Obama hay que apuntar la sensación de haber devuelto algo de cordura a un cargo habitualmente demonizado.
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