“Todos los que parecen estúpidos, lo son y, además también lo son la mitad de los que no lo parecen”.
Francisco de Quevedo.
Como vecino he de reconocerme un completo desastre. El último en enterarse del cotilleo del año de esta nuestra comunidad, incapaz de retener el nombre de casi ningún lindante de pasillo o seto por más que los susodichos, normalmente, se me dirijan citando nombre y conozcan el de todos los miembros de mi familia, incluidos el de mis dos hermosos perros, cuando quien suscribe es incapaz de retener nada de ellos y duda si esa falta de tacto superlativa se debe a algún defecto genético o sencillamente a la bestia indomable y anti social que enraizada adentro anida. No es, de verdad, un acto consciente, muy al contrario.
No se me es necesario un esfuerzo extraordinario para vivir en la babia social del vecindario, sale natural, sencillamente no me entero de nada y analizado es debido a dos sencillas razones: nulo interés de lo que sucede en la vida de personas no señaladas por afecto corpóreo alguno y, por tanto, imposibilidad de retener nombre y, a veces, cara y, dos, las trabas importantes que uno acumula en su yo íntimo y que es aquel que le habla a los ecos del cerebro y que sabes que es ese tú mismo al que no siempre quieres escuchar.
Todo junto limita la capacidad de juzgar a nadie moralmente. La moral es ese conjunto de valores que determinan lo que es correcto o incorrecto, lo que es bueno o malo y, en ese punto, ¿cómo atender el comportamiento de los demás y caer en la tentación de enjuiciarles -moralmente- cuando uno mismo huye del individuo siniestro y no siempre reconocible que le devuelve el espejo?
De entrada, básicamente solo me siento en grupo entre los que están en contra de los que están en contra de algo y eso es un poco estar en contra de uno mismo.
Hay personas que están en contra por sistema porque buscan la perfección individual limitando el ancho de banda de los demás, y ya no solo en la manera de actuar o proceder en según qué cosas sino, y lo que es peor, en la manera de pensar. Esto había sido tradicionalmente territorio de la derecha ancestral y de la religión más cáustica: había que creer en Dios o en el dictador, de lo contrario eras un hereje o un rojo que merecía la hoguera o un tiro en la nuca. Limitar el pensamiento de los demás y elevar a sobrevalorado el término de democracia definió a la derecha siempre, desde la española, la Europa y tantas otras de repúblicas bananeras donde la pistola ordena el pensamiento, también en el otro extremo hicieron lo propio regímenes de izquierdas como en la URSS, Cuba o China. Los extremos siempre han tenido tendencia a tocarse la mano.
En la izquierda histórica, en todo caso, se concentraban todos los corderos de Dios cuyo progresismo les hacía libres de pensamiento entendiendo y respetando el de los demás, por mucho que éste resultara incómodo. Pero esa es la esencia de la democracia, pensar y opinar libremente y, ante todo, respetar toda opinión que no atente contra los derechos fundamentales de los demás. Respetar.
La intransigencia y las murallas en el plano ideológico derivan en tiranía y ésta florece allí donde se la riega, no nace por inercia bajo un concreto modelo de pensamiento como la seta lo hace tras la primera lluvia y la izquierda radical, con movimientos como el que representó Podemos en España y otros similares diseminados por el resto del mundo, se ha hecho en parte prisionera de sí misma acotando su horizonte ideológico en cuestiones raciales, en un feminismo a veces enfermizo, en movimientos LGTBI o en el absurdo abuso de pronombres de género neutro y un ejemplo es el término
woke acuñado en Estados Unidos y que si bien para algunos comenzó representando a personas que tienen una elevada conciencia social y, también, racial, para otros no son más que radicales progresistas que quieren imponer sus ideas como antes lo hacían los radicales de derechas.
Y Vox en España, como Trump en EEUU, se nutren de todos los migrantes de la izquierda que buscan refugio allí donde el corsé no les oprima el pensamiento. Cierta izquierda que ha perdido el sentido noble del término sincero que representa ser demócrata de verdad, esa misma democracia que padece a diario ataques terribles por parte de nuestros gobernantes y, también, bombardeos ante el descrédito sobre unas instituciones que se atacan entre sí dejando que se derrumbe en directo todo lo que antes nos parecía sólido. La corrupción, por ejemplo, no es ideológica.
Quizás haya que concluir que estemos atravesando el vértice hacia una época distinta, donde ciertos valores no sean más que recuerdos de un pasado
viejuno y esta izquierda sustentada gubernamentalmente para mantenerse en el poder de España en aquellos que justamente quieren descomponer España es
una izquierda que requiere de la tiranía woke para justificarse a sí misma pese al coste electoral que tanta estrechez de mente conlleva. Pero es lo que hay. La hipocresía es una condición que ha acompañado a la humanidad a lo largo de su historia, eso es algo que pocos pueden negar, como tampoco el hecho de que viva actualmente un momento lúcido y esplendoroso porque se hace de ella alardes diarios, tanto en sedes parlamentarias como en esa izquierda
woke que para defender su manera de verlo atrinchera la de los demás y no admite que se puedan ver las cosas de otro modo.
Asistimos a un esperpéntico debate en el que todos los partidos, pero sobre todo PSOE y PP, han abandonado por completo el intento de proyectar serenidad y compromiso en el traslado de propuestas de esa necesaria gestión pública que requiere el ciudadano en beneficio del
show y
la intriga en la búsqueda del golfo del día, a los cuales cada cual cobija a su manera intentado demostrar que el golfo de enfrente es mucho más golfo que el tuyo. Un espectáculo desmedido y vergonzante. Si creemos a pies juntillas que la clase política no es más que el reflejo de la propia sociedad, y no hay razón equilibrada para no creerlo, es para inquietarse por cuando la cuestión no tendría solución posible para esta España revuelta y zarandeada por sus propias cosas y por las de afuera, todo en un tiempo nunca vivido y que no defrauda por cuanto la noticia del día impacta siempre más que aquella que lo fue ayer y varía de género, de escenario, de personas, quizás para que deje de interesarnos todo lo que a nuestro alrededor pasa.
La noticia del día ha pasado a ser la estulticia del día, sustantivo femenino puesto de moda por nuestro presidente Sánchez que usa términos como pájara o estulticia para insultar en conversaciones privadas y, claro, uno se pregunta quién demonios hace eso con lo sencillo que es decir qué cabrona o menudo imbécil. El estoltuciador que lo estulticie buen…
En fin.
Le preguntaban hace unos años a Ábalos siendo ministro en un foro de la Fundación Caja Sol, con Antonio Pulido de maestro de ceremonia, su opinión ante los cortes de cuello practicados por Susana Díaz contra Mario Jiménez, María Márquez y Ángeles Férriz y éste, ministro entonces, decía que había que tener calma porque lo importante era mantenerse en la Feria aunque se hubiese perdido sitio en el tiovivo. Lo que ha llovido, José Luis, que entonces subía y bajaba en uno de los corceles principales de la atracción reina oteando impertérrito y disfrutón el horizonte y hoy pela como pinche segundón donde las patatas asadas y sabe que sus horas en el recinto de la fiesta están contadas. Más nos vale, visto lo visto, prestar más atención al vecino porque todos, al final y sin excepción,
tenemos las horas contadas.