Se diría que Gabriel Ripstein -cosecha del 72, productor y guionista, hijo del prestigioso y clásico realizador mexicano Arturo Ripstein y de la no menos reconocida guionista Paz Alicia Garcíadiego- quiere desmarcarse del arrebatado, intenso y pasional sello fílmico paterno, con esta ópera prima tan peculiarmente contenida, sobria y casi ascética, pero también cruel y brutal. Una ópera prima precedida de respaldos tales como los Premios de Berlín y los Ariel de su país, amén de otras nominaciones.
La historia, mezcla de road movie, thriller social y drama, sigue a un chico muy joven, mexicano, que, con un amigo estadounidense, se dedica a traficar con armas en la frontera entre los dos países, al servicio de las mafias, incluidas las familiares. Por una pirueta del destino, toma como rehén a un policía que lo vigilaba y se ven obligados a emprender juntos un viaje más que peligroso.
La mirada del director, cámara en mano mayoritariamente, da cuenta sin banda sonora, ni preciosismos en la puesta en escena sino de forma seca, abrupta y concisa, de una situación delictiva aberrante en la que las fronteras, no solo geográficas, sino morales, son tan patentes como difusas.
En la que ambos lados de una ley, que es papel mojado por el culto a los artefactos más mortíferos de todos los tamaños y modelos, -¡¡¡ esas grandes superficies tan siniestras, con todas las ofertas de máquinas de matar, coronadas por las cabezas de dos hermosos ciervos!!!- son cómplices y verdugos de un estado de cosas tan inquietante.
Esto está ejemplificado en la relación entre el chico delincuente y el policía. Más que de colegas, paterno-filial, aunque parta inicialmente de una situación desigual. Las tornas cambian y Ripstein nos muestra la cara más inesperada de uno y otro. La de la vulnerabilidad y la del cinismo. Magníficos arranque y final, por cierto. Quédense hasta el último de los títulos de crédito.
85 minutos de metraje. Escrita por el propio cineasta e Issa López. Muy bien fotografiada por Alain Marcoen y magníficamente interpretada por Tim Roth y Krystian Ferrer.
No es una obra redonda. Le falta tensión, le sobran morosidad y ciertos tiempos muertos. El guión no siempre es sólido y los diálogos resultan ininteligibles, al borde del subtitulado. Pero, por sus muchos valores y pese a sus imperfecciones, es la mirada de un hombre de cine a seguir y no deberían perdérsela.