Ha llegado una nueva primavera a la ciudad de la luz. Bajo los arcos de la parroquia, aguarda un nuevo parto de flores que indica que la vida comienza nueva y constantemente. Suena el golpe de llamador como sonó tu nombre la primera vez: esperado, ilusionante, comprometido. La madera cruje llena de vida, fresca y suave como el latido fugitivo de tu inocente corazón. En tu cuna de madera, una vez más, vas a revivir el paseo que tu padre soñaba con darte sobre su cerviz de costalero. El paso se elevará, y lo hará con el deseo de que, un año más, te poses a los pies del Señor para recibirlo vestido de hebreo.
Para ti, Leo, en esta mañana de globos y niños, no hay crespones negros, ni lazos con epitafios latinos que recuerden la lanzada que atravesó el corazón de los tuyos hace algunos años. Tu nombre, breve y suave, va escrito en una serpentina, una serpentina bordada en terciopelo que prolonga un angelito desde las puertas del cielo hasta el canasto del Señor. Destaca tu nombre en esta mañana valiente, grana y oro, en la que el sacrificio de tu vida nos mantiene en la certeza de la eternidad, de la resurrección que aguarda al final de nuestras vidas.
Quiero decirte, Leo, que aquella serpentina de luz, abrazada con cariño, es la fuerza de tu padre en esta mañana, y es capaz de competir con toda belleza que emociona en este Domingo de Ramos de ilusiones renovadas. Saben los que te recuerdan que, desde el parque celestial, eres capaz de ceñirte el costal y apretar los dientes cuando la Cuesta de Belén se convierte en el Mulhacén del reino nazarí que quiso verte crecer. Ahora que el Señor de la Salud debe conquistar la cima de su itinerario para alcanzar la cercanía de los que viven en Su Reino, tú, que tanto sabes de entrega, eres el faro de nuestra fe, testimonio real de que, al acabar esta semana, la Pascua confirma el sentido de tanta sangre derramada.
Y es que tú, pequeño galileo sacrificado, eres el costalero más querido de esta cuadrilla costalera que aúna los valores del esfuerzo, de la verdad y, sobre todo, de la comunidad que Cristo nos pide. Por eso, por ti y por todos los niños del Reino de Dios, la Palabra de Dios cobra sentido en tu obra, camino de amor eterno, pleno de pureza y verdad, que nos une al Paraíso cada Domingo de Ramos.