Sembrando alegrías

Publicado: 20/06/2012
Sobre todas las cosas, nuestro querido Pepetiti había aprendido a percibir cosas y situaciones que los demás no pescábamos por mucho que nos esforzáramos, a sentir de otra manera, accionar cuando le venía en gana y relacionarse con el mundo en uno de los estados más serios de la persona, el ser pay
Su nariz roja, su tez de pintura blanca,  sus coloretes colorados  en la cara, sus zapatones, su sonrisa de oreja a oreja y su canasto lleno de ilusiones y sorpresas iban   sembrando alegrías en aquel campo de tristeza y  de sufrimientos.  Tío Pepetiti, a sus 85 años, recordaba sus muchos años en la farándula, aquellos en los que el humor y la risa eran la mejor medicina para él y para los demás.

Él había sido toda su vida payaso, a mucha honra, lo que le había convertido en un ser aventurero, divertido y liberador, alguien lejos de la rutinas y las normas sociales al uso, sin perder nunca el placer del juego, el dejarse llevar y esa especial sensibilidad más allá de los convencionalismos y las costumbres.

Casi siempre había estado en esa difícil  y complicada línea entre la locura y la cordura, el equilibrio y la sana esquizofrenia, la ingenuidad y la autenticidad, la sinceridad y la espontaneidad, la imagen del espejo y su reflejo, la sensación y la intensidad, el niño y el adulto.

Su creatividad y su amor a la libertad habían sido las señas de identidad de un caminante que había hecho camino al andar, su dominio de la escena y todos los registros, su ternura y capacidad para transmitirla, su apasionamiento en caricaturizar la realidad y a él mismo, su vulnerabilidad a pesar de su fortaleza, y  su ánimo y positividad frente a las dificultades le convertían en un ser excepcional dentro de su sencillez.

La curiosidad hacia todo y hacia todos le había jugado en alguna ocasión una mala pasada, pero no quería por ello dejar de interesarse por todo lo que le rodeaba, con un singular respeto por el ser humano. Pepetiti casi nunca había pretendido divertir sino divertirse y en ese camino había conseguido las dos cosas.

Tampoco había sido su obsesión en sus idas y venidas de los escenarios del mundo hacer reír a la gente sino reírse con ellos, darles y sentir su cariño, explorando, conociendo, reconociendo y relacionándose. Sintiéndose y haciendo sentir los sueños y la realidad y dando prioridad a las pequeñas cosas frente a los grandes proyectos.

A lo largo y ancho de su vida artística había aprendido a manejar el lenguaje de las palabras y del cuerpo como nadie para expresar sus opiniones  y emociones, para convertir su número circense más absurdo en algo normal y lleno de lógica.

Su oficio podía ser el de ganarse las habichuelas “haciendo el tonto”. Sin embargo, jamás decía tonterías, al menos más que el común de los mortales. Por ello, nunca se sentía obligado a hacer algo para arrancar una sonrisa o una risa, lo hacía sin más  y eso le producía satisfacción.

Pero sobre todas las cosas, nuestro querido Pepetiti había aprendido a percibir cosas y situaciones que los demás no pescábamos por mucho que nos esforzáramos, a sentir de otra manera, accionar cuando le venía en gana y relacionarse  con el mundo en uno de los estados más serios de la persona, el ser payaso, sabiendo transmitir con la mirada y haciendo poesía con cualquiera de sus palabras o gestos.

Esperaba vivir algunos años más, y en ellos seguir sembrando alegrías, que según Nicholas Udall “prolonga la vida y trae la salud”, pero además estaba seguro de que cuanto más gastara más le quedaría para intentar hacer felices a los demás.

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