Leodegario llevaba toda su vida viviendo de la política. Desde su juventud, en la que abandonó sus estudios de Derecho, había pegado todos los carteles del mundo, fabricado y colocado todo tipo de pancartas y asistido a las más singulares manifestaciones a favor de las causas ganadas y perdidas. Hasta el presente, había pasado mucho tiempo y no conocía otra actividad.
Lejanos quedaban sus tiempos de militancia en organizaciones radicales de izquierda de la Transición democrática, ya desaparecidas.Ahora se miraba en el espejo y, según sus tesis, no sólo había sufrido una gran transformación, sino una significativa evolución, ya que los años le habían vuelto más moderado y realista hasta convertirlo en un diputado del PP.
Esa metamorfosis no era un milagro sino, según él, el paso del idealismo al pragmatismo, del socialismo al liberalismo, del compromiso al interés, de lo colectivo a lo individual, de mejorar la sociedad a procurar continuar en el cargo a toda costa.
Lo primero que había aprendido es a no contrariar a los jefes, a dedicarle muchas horas a las tareas orgánicas para tener tranquilo y controlado el patio de su agrupación, de tal manera que cuando su padrino político (que era quien le colocaba una vez tras otra en las listas ante el enfado de rivales y compañeros), necesitara de sus servicios, él tocaría el trompetín y la gente levantaría el brazo en la dirección conveniente.
Como buen vividor de la política, en la que aspiraba a continuar hasta jubilarse, y a sus sesenta y tres años, procuraba pasar lo más desapercibido posible, no molestar a nadie ni pisar ningún callo de propios y extraños. Era como el hombre invisible o el político avestruz, al que nadie echaba cuenta porque apenas reparaban en sus quehaceres que brillaban por su ausencia. Los líderes nunca reparaban en él, y cuando así lo hacían, siempre terminaban diciendo lo mismo: “Mejor éste que uno que nos complique la vida”.
Eso sí, no tenía piedad con quien osara ponerse en su camino o pretendiera ocupar su lugar y era implacable con sus adversarios. Le iba la vida en ello, y cayera quien cayera, él tenia que proseguir, aunque tuviera que machacar a quien fuera o perder la dignidad en el intento.
Ahora, de nuevo, vivía momentos difíciles y era consciente de que había poca tarta que repartir, pero él sabía que mientras que fuera fiel a su amo y no resultara molesto a nadie tenía garantizado su futuro, y a dichos empeños dedicaba todos sus menesteres.
Otra de sus características era dotarse de unas grandes dosis de insensibilidad, de una carencia total de ideología y de importarle un pimiento los sufrimientos y padecimientos ciudadanos. Así, parecía que sufría horrores por todas las personas que lo estaban pasando mal, por aquellos que habían perdido su trabajo o su casa o sus ahorros o los apoyos del Estado del Bienestar, pero era pura pose porque en el fondo de su ser, le importaba un carajo.
Su falta de humanidad le hacía el mensajero perfecto para todas las tropelías y barbaridades que decidieran ejecutar sus jefes, para demostrar un interés por los problemas de los demás que le traían sin cuidado. Este tipo de sujetos como Leodegario, son en el peor sentido y significado de la palabra miserables y mezquinos.
Ante estos vividores de la política, ahora que el mercado y sus secuaces andan a diestro y siniestro queriendo que trabajemos más por menos sueldo y haciendo ERES de todos los colores, mandarlos a su casa para siempre pero sin ningún tipo de prestación ni indemnización.
Ah, y si ustedes, queridos lectores de Algeciras y el Campo de Gibraltar, han encontrado similitud con algún caso conocido, o de su entorno, es pura coincidencia. A los del resto del mundo, a través de internet y de las redes sociales, les dejo abierta esa posibilidad.