Ovidio Bondadoso

Publicado: 30/01/2013
Se sentía ilusionado sin pecar de ingenuo y con fuerza para luchar por sus ideas, aunque era consciente que siempre iba encontrar piedras en el camino y gente dispuesta a desilusionarle
Casi nunca escuchaba lo que la realidad le gritaba. Procuraba cerrar los ojos y los oídos. Tenía la costumbre, cada vez que iba a un restaurante, de pedir espaguetis a la carbonara. Ni veía, ni oía, ni decía nada malo En ocasiones, no parecía humano. Era alguien correcto y rutinario. Amigo de sus amigos, se encontraran en la abundancia o en la escasez. Ovidio, como diría Machado, en el mejor sentido de la palabra, era un hombre bueno.

Poseía una extraña habilidad, para que en un medio hostil y ante el mayor de los enemigos, se convirtiera en un útil aliado y consiguiera alcanzar acuerdos entre posiciones seriamente encontradas. Era capaz de encandilar a cualquiera aunque tuviera que dar un montón de rodeos

Sin embargo, como un chispazo, algo había cambiado en su vida que le hacía sentirse diferente. No era fatalista sobre la crisis económica que estábamos padeciendo, pero cada vez abrigaba menos esperanzas de que las cosas pudieran arreglarse. El panorama que diariamente nos dibujaban los expertos del desacierto era más desolador.

Ovidio estaba desencantado de muchas cosas y personas en las que antes había creído. A veces incluso, quería negar la realidad de lo que estaba ocurriendo, otras y aunque no era común en él, se cabreaba hasta mostrarse herido e iracundo, en ocasiones se deprimía pero finalmente terminaba aceptando lo inevitable.

Eso no significaba que se resignara, no suponía que se rindiera a las primeras de cambio, lo que si el tiempo lo había hecho más práctico y no quería perder ni un solo segundo de su presente. Deseaba disfrutar y compartir sus días con la gente que amaba, y cada vez le gustaba menos aquella fauna cuyo único deporte era hablar de si mismos y pensar que el resto de los mortales  no tenían otra preocupación mayor que estar pendiente de ellos.

Se sentía ilusionado sin pecar de ingenuo y con fuerza para luchar por sus ideas, aunque era consciente que siempre iba encontrar piedras en el camino y gente dispuesta a desilusionarle, pero sabía que el era como aquellos libros que con el tiempo y el trato con sus lectores se vuelven mejores.

Entre tanto mensaje cruzado, tanta voz perdida en busca de un receptor, resultaba incomprensible todo lo que cada cual pretendía argumentar para convencer a los otros, era como predicar en el desierto. Ovidio se esforzaba una y otra vez en hacerse oír y entender, pero nadie le atendía ni mucho menos le entendía.

Su mirada limpia era un fiel reflejo de su bondad, de una generosidad que le hacia necesitar poco para ser feliz. Por mucho que se empeñara en algunas ocasiones, cansado y agotado de tanto palo y decepción, era incapaz de mostrarse malo y resentido, y mucho menos de serlo, lo que no le impedía vacunarse e intentar situarse lo más lejos posible de esos seres tóxicos y nocivos.

La coherencia de su trayectoria le había convertido en alérgico a los eslóganes retóricos de charlistas y embaucadores, y cada día que pasaba confiaba más en las personas sencillas que con su trabajo y esfuerzo, desde la admisión de sus errores y limitaciones, procuraban que las cosas funcionaran.

Nuestro Ovidio, como diría Ernest Hemingway, “estaba descubriendo a vivir más seriamente por dentro y empezando a hacerlo más sencillamente por fuera”

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