Hay cosas que el capitalismo reserva para los más privilegiados de las castas sociales, señales de lujo y despilfarro, distinciones de todo lo que se puede comprar con el afán de ser únicos, de que esto o lo otro o lo de más allá solo lo poseen ellos, porque pueden y los demás no.
Estos que llaman ricos y en muchas ocasiones no lo son, tienen un ritmo parecido al compulsivo de cualquier causa que siempre quieren ganar y son capaces de superar la corte de rumores, aunque vivan más pendientes de las apariencias que de las esencias, y resuelven los conflictos a base de talonario sin caer en una depresión sin remedio.
Sin embargo nuestro amigo Bonifacio, tenía como bandera el estar activo físicamente con un ejercicio moderado, y mentalmente, no dejando de hacerse preguntas sobre nuestros encuentros y perdidas, entre lo justo y lo revuelto, golpes y caricias, rutinas y novedades, soles y sombras, encontrando siempre la esperanza en el camino en lugar de obsesionarse con que todo está mal y no tiene solución. Era su crédito, el del vigilante.
Tal vez su gran secreto estaba en no haber dejado de ser niño. Nunca se consideraba mayor, a pesar de sus sesenta y cinco años y su condición de jubilado, y no perdía la oportunidad de imaginar y soñar el futuro, de viajar a cualquier lugar sin moverse o de no ir a ninguna parte a pesar de no estarse quieto.
Había aprendido que el reírse de sí mismo, era la mejor manera de conocer y encontrarse con los demás. Era una forma de explorar y aprender del mundo que le rodeaba, de superar límites y fronteras, orgullos estériles, obstinaciones y resentimientos, de no permanecer anclado y encerrado en una urna de cristal y encontrar en cada momento su lado creativo.
Sabía que era objeto de odios y envidias de algunos mediocres, pero también del sincero afecto y la auténtica lealtad de muchos amigos, por lo que prefería pasar de los primeros y disfrutar de los segundos. Se consideraba bien informado, observador pero no clarividente, con glamour pero sin cursilería, necesario pero no imprescindible.
Su apasionamiento nunca le llevaba al fanatismo, y siempre estaba dispuesto a hacer de cada minuto un instante distinto, extraño y peculiar, una mezcla entre seres exquisitos y educados y tribales y salvajes. Lo que no soportaba era la mentira, que le dijeran una cosa y luego hicieran otra.
Solía tener una gran paciencia para darle tiempo al tiempo, y era intolerante con los marrulleros y los tramposos, prefería pensar que la gente podía llegar a ser mejor, lejos de la batalla del ruido y la indignidad, y sabía que la solución a los problemas ni tenía una vía ni un pensamiento únicos.
Procuraba escapar con habilidad de callejones aparentemente sin salida, aprovechar los recursos que tenía a su alcance, superar los temores y miedos y hacer frente a los efectos colaterales de sus decisiones. Curtido en mil batallas, casi siempre intentaba poner una agradable sonrisa a los momentos más dramáticos.
Era capaz de abrir la puerta a la fortuna y las nuevas ilusiones, sin ser esclavo de viejos rencores y ofensas y superando circunstancias adversas en busca de agradables reconciliaciones, lejos de imprevistos, radicalismos, equivocaciones, disputas y discusiones sin sentido que solo producen quebraderos de cabeza.
El crédito del vigilante era saber remontar el vuelo como el águila imperial, y salir de los bloqueos y puntos muertos para no quedar paralizados o no poder avanzar hacia la consecución de metas y objetivos positivos.