En un lugar del Sur del Sur de esta España y Andalucía nuestras, cuyo nombre y alma llevó siempre presente en la cabeza y el corazón, en todo lo que pienso y escribo, en los tiempos que corren de este septiembre de 2009, habitaba un singular personaje de difícil clasificación, que como muchos españoles tenia sus pinceladas de Quijote y sus trazos gruesos de Sancho Panza. Su nombre Rumoroso, su apellido Restrieguez, de los de toda la vida de los pata negra, de las esencias y tradiciones del pueblo.
Nuestro hombre, al que a partir de ahora llamaremos, por aquello de la economía del lenguaje, y dada la etapa tan precaria que nos ha tocado vivir, RR, no era precisamente un genio ni tampoco excesivamente torpe, pero si era alguien que nunca había sabido vivir en silencio, ni por su propia familia ni por el mismo.
En sus tertulias habituales, siempre en la misma mesa de la céntrica cafetería de la principal calle de su ciudad, que por cierto hallábase en obras, le gustaba presumir de sus buenas relaciones con los capitulares del poder municipal, algunos de los cuales participaban en ocasiones de la dialéctica del rumor y la estrategia, aplicando el noventa por ciento del tiempo a especular sobre lo que no sabían, y el otro diez a pronosticar sobre lo que ignoraban.
RR era como un buen maître de restaurante, siempre amoldaba su discurso a gusto del cliente, con sus toques de burbuja al personajillo de turno, y no perdiendo de vista que aunque había logrado colocar a sus dos hijos en el consistorio, aún tenía que situar a algún que otro sobrino, y a la hija de un amigo suyo, que era una niña listísima y con la que se habían cometido todo tipo de injusticias.
Aunque a lo largo de su vida, apenas había traspasado las fronteras del termino municipal, disfrutaba jugando a hablar de paraísos lejanos y territorios perdidos, no sé si con la intención de sorprender al respetable o con el afán de demostrar, que como los gatos en lo que llevaba de existencia se encarnaban más de siete vidas.
Ahora estaban gobernando los suyos, y eso le investía de una cierta autoridad, como si cuando hablará lo hiciera como portavoz de quienes regían los destinos de la ciudad, pero por mucho que argumentara y discutiera con todo el que se le pusiera a tiro, tampoco él, en su fuero interno, tenía ninguna solución mágica para salir de esta puñetera crisis, y además para colmo de males, teníamos que bregar con la gripe A, el acuerdo con los empresarios y los sindicatos y todos los acompañamientos que el otoño nos iba a deparar...
Alrededor de su mesa, se reunían los correveidiles, intoxicadores, manipuladores, filtradores y los sostenedores de situaciones inexistentes, creándose en ocasiones un clima de dependencia entre incautos, débiles y mediocres y pregoneros del doble lenguaje.
Contemplados desde una cierta distancia, RR y los suyos, no dejaban de ser muy simples pero peligrosos, inquietantes pero divertidos, y a fuerza de tanta costumbre, eran a la vez paisaje y paisanaje, olor a calle y perfume, memoria y olvido, vigilia y sueño, rutina y diversión, el pasado y el presente, la figura y el fantoche.
Acercarse en algún momento a los aledaños de RR y sus amigos, podía tener algo de terapéutico, ya que suponía romper con cualquier planteamiento que tuviera como base la información rigurosa y el análisis lógico, y adentrarse en un mundo de discusiones apasionadas en el que todo el mundo está en unos de los bandos en contienda, y nadie es capaz de permanecer en una situación de equilibrio o neutralidad.
Resultaban desconcertantes, porque aunque lo intentaban, les costaba superar en sus anécdotas, patinazos y chapuzas, la intolerancia de que en otra mesa, otros RR, pudieran estar discutiendo de lo mismo, pero con otros argumentos, y a lo mejor hasta llevaban razón.
Pero en fin, quizás esto nos traiga a nuestra memoria lo que decía Oscar Wilde, que mas veces descubrimos nuestra sabiduría con nuestros disparates, que con nuestra ilustración.