No es por controversia, solo por curiosidad. Cuánto me hubiera gustado conocer al primer ser que hizo genuflexiones ante su dios o dejó escapar la frase “¡ay Dios mío!” como exclamación propia de un creyente. Preguntarle cómo había llegado a esa conclusión de la existencia de un dios o a la visión y el encuentro con el mismo y haber dejado grabada su respuesta, podía haber sido la clave para que el futuro que en la actualidad somos los seres vivientes de este siglo, fuera simplemente monoteísta. La distancia cronológica entre el homo sapiens y el desterrado del paraíso es por ahora irreconciliable. ¿Cuál ha sido la conclusión? 4.200 religiones cada una con su dios y su profeta, aunque el 75 por ciento de todas ellas este ocupado por el cristianismo, el islam, el hinduismo o el budismo.
El Estado español, que presume de edad y experiencia de siglos, siempre ha tenido como estandarte, manteniéndolo en todas sus constituciones la catolicidad y cristiandad de sus ciudadanos, habiendo una creación y un conocimiento entre Dios, el hombre y la mujer que la desobediencia fracturó, y que explica el carácter religioso del ser humano. Pero ya llevamos tiempo en que nos estamos acostumbrando a ver menos feligreses en los templos y más en las peregrinaciones, fiestas patronales o semana de Pasión, donde la diversión cada vez representa más, el ser el fundamental punto de apoyo de las mismas.
Si no somos lo suficientemente cínicos, nos será fácil observar que “la mentira es la verdad de la vida y la verdad la utopía que la mentira permite”. La historia nos da la razón, hemos ido desde el destierro del paraíso, al diluvio universal, a Babel, a Sodoma y Gomorra, a la crucifixión del Enviado, al Dios de los espacios muertos, a la desconsideración de la blasfemia y al evitar la enseñanza de todo aspecto religioso. Libertad y libre albedrío es el grito, sin notas ni cánticos, que la enardecida sociedad actual defiende y expande cada vez con más énfasis desde todas sus instituciones, aunque luego cuando padecemos algún mal provocado por nosotros mismos queramos ver a Dios -o al demonio- como responsables indirectos.
Es difícil que en medio de esta marejada sea posible “dar a cada uno lo que es suyo y respetar el derecho de los demás” porque la justicia, que así se define, es la piedra diamantina que ha de defenderse constantemente de las gotas de lodo que el poder quiere hacer caer sobre ella para oscurecer su fulgor, pero nunca su valía que es inalterable. La injusticia no tiene luz, ni brillo, pero va sobrada del fango del que ahora tanto se habla.
¿Quién se acuerda si ocurrió en el mes de junio de 1925, hace ahora cien años? ¿Ramón PRIETO Y ROMERO a quien le suena? ¿Qué profesor nos lo recordó en sus enseñanzas literarias? Pero hubo un cambio en la historia de la poesía española. En la fecha indicada se daba el Premio Nacional de Literatura en las categorías de Poesía, Crítica y Teatro. Conseguirlo era colocarse en el gran escalafón literario de la época que era extenso y muy excelso, por lo que la lucha por ganarlo se mostraba particularmente ardua. A ello se unía un premio monetario de 4.000 pesetas de aquel tiempo, que no estaban nada mal.
Había un jurado para donar el premio: Antonio Machado, José Moreno Villa, Ramón Menéndez Pidal, Carlos Arniches. Entre los que se presentaron para conseguir tal premio estaban Rafael Alberti, Gerardo Diego y el ínfimo Ramón Prieto y Romero. El resultado fue el esperado. En poesía se lo llevaron Alberti, con Marinero en tierra y Gerardo Diego con Versos humanos que ocupó el premio de teatro que se había dejado desierto. Prieto y Romero, vanguardista de primera fila, ultraísta, se quedó fuera, sin premio. No se pudo evitar que días después comenzaran a aparecer artículos en prensa, como en el Heraldo de Madrid, que con toda claridad exponía la posibilidad de tongo en la donación de los premios, que con antemano ya estaban dados, porque se cumplía aquella sentencia maquiavélica de que “ante todo aquello que quieras conseguir ármate bien, procura tener influencia y el favor de los influyentes”. El periodista cultural del mencionado Heraldo de Madrid, Vicente Sánchez-Ocaña, concluyó que aquella decisión “había sido un escándalo”. Cien años después los escándalos se repiten.
Sobre este hecho existen sus controversias y negación de lo relatado, pero lo cierto es que Prieto y Romero de familia bien acomodada, dejó su mejor vida económico-social, para dedicarse a la literatura y que durante cien años su “voz poética” ha permanecido sumergida en las aguas del silencio que la seudocultura tiene destinadas a los verdaderos creadores y genios, que en medio de tanta ignorancia se intenta acorralarlos en el territorio de los parias. Un hispanista profesor de la Universidad de Virginia y un libro Alas publicado por ediciones La Palma -y otros muchos- han hecho posible conocer la honda dimensión e ingenuidad que la creación poética de este hombre tiene: Canté como las fuentes/canté como los niños/canté como los pájaros/canté/sin saber por qué. Y esta otra: Todas las rutas/saben de mi cansancio/cuando hice florecer un camino/a otro camino dirigí mis pasos/siempre bebí en aguas fugitivas/jamás llené mi copa en los remansos.
Se puede pensar como se quiera, pero la decepción que le condicionó el no ser bien evaluado y el terrible accidente de tráfico que acabó con la vida de su hijo mayor, fueron el detonante final que marcó la vida de Prieto y Romero, deslizándose hacia la bohemia más arbitraria y cayendo en las redes de un alcoholismo desorbitado que le hacía pedir monedas para frecuentar los bares, abandonó la familia y cayó en la indigencia absoluta, de tal manera que al morir en el “parque de los mendigos” en Madrid, en el parte de defunción dos palabras son muy destacables, la existencia de una endocarditis y la profesión: mendigo. Alberti y G. Diego acabaron convirtiéndose en los adalides de la poesía española y de la Generación del 27.
La dualidad se deja entrever o bien los títulos honran a los hombres o los hombres honran a los títulos. Esto segundo parece lo honorable, pero lo práctico y rentable es lo primero. De ahí a que se piense, con terca e implacable esperanza, si algún día seremos capaces de ser imparciales y dar lugar, honores y títulos a los que verdaderamente se lo merezcan, sin ni siquiera tener que señalarlos con números ordinales. En aquel jurado de 1925, debió haber uno más premiado y ese era nuestro mendigo D. Ramón.
Mentira, falsedad, engaño, ¿desde cuándo estáis en el poder?, ¿habrá un día, una ocasión en que la utópica verdad sea una realidad? Ahora, no por curiosidad, sino por esperanza e ilusión, me hubiera gustado conocer qué pensamientos había en el cerebro de aquel homo sapiens que por primera vez se arrodilló ante una deidad.