Le he dicho al director del manicomio que estoy loco. Me ha contestado que ya lo sabía desde que llegué con la camisa de fuerza y que se hace cargo.
Sin embargo lo que yo quería decirle es que estaba loco, pero por volver a ver el Zaporito. Me habían comentado que lo estaban poniendo de dulce y eso lo tenían que ver estos ojos que se tragará la tierra, si antes no lo hace la crisis, que es lo más seguro. De modo que me ha concedido el día libre seguramente para que no me ponga demasiado recalcitrante con el tema. Y les juro que es verdad. El Zaporito está quedando precioso. Los que hemos pasado por la zona doscientas mil veces no recordábamos haberlo visto tan hermoso como se está poniendo. Me había dado muchas vueltas por allí y antes, cuando llevaba a mi nieto a la piscina, me asomaba por la balaustrada y me entraba por aquí un remordimiento y una vergüenza que me recorría el organismo desde los pies hasta el flequillo. Allí, entre la sapina podrida y el agua sucia, solamente se veía porquería, además de medias bicicletas, colchones casi enterrados, bolsas de plástico, carritos de bebé más oxidados que la fuente del descubrimiento y hasta carritos de la compra. Por cierto, ¿en qué estaría pensando el fulano que tiró allí un carrito de un supermercado? El angelito no tenía otro sitio. Y del olor es mejor ni hablar. Ahora no se observa nada de eso. Ahora están trabajando las máquinas como debieran haberlo hecho hace bastante tiempo, aunque nunca es tarde si la dicha es gorda. Están removiendo los fangos, sacando la mierda que dormía confiada desde los tiempos del cuplé y poniendo aquello que da gloria verlo. Por otra parte el edificio que albergaba el molino de mareas ha quedado superior. El Zaporito, para aquellos que no lo saben o no lo recuerdan, es un lugar que ha prestado innumerables servicios a la ciudad. Un día hablaremos de ello. No digamos nada de aquellos baños que se daban los niños, y los que no eran tan niños, en sus aguas limpias, cuando ir a bañarse a Camposoto era un sueño cargado de explosivos. El haber recuperado la zona no solamente es algo que beneficia a La Isla, sino que además saca a flote los sentimientos más profundos de los que por encima de todo la queremos como es y como era, a pesar de todos los calvarios a que la hemos ido sometiendo entre todos a través de los tiempos. Y tengo que decir que me he llevado una gran alegría al ver ese Zaporito lleno de encanto. Muchos se preguntan qué misión se le va a dar. Unos hablan de que lo suyo es poner allí un centro de cultura, otros que un museo de la sal, otros que yo qué sé qué cosas. Este loco lo tiene claro. Lo suyo es poner allí un manicomio, aunque sople el levante como en ningún otro lugar, porque en La Isla hay locos de sobras para llenar veinte Zaporitos. Lo digo porque seguro que algunos van a criticar el que se haya gastado allí un montón de dinero. ¿No es mejor emplearlo en eso que gastarlo en la farmacia? Seguro también que los políticos van a querer ponerse todas las medallas del mundo y arrimar la sardina a sus ascuas a ver si cae algún voto. Sin embargo, en realidad ¿quién está haciendo allí el milagro? Pues hay que decir que mucha gente, tanto de unos partidos como de otros. La gente no creo que a eso le dé tanta importancia como para levantarles un monumento a quienes han dedicado todo su esfuerzo en adecentar una zona puntera de La isla. La gente a lo que le da importancia es a comprobar que, cuando se quiere y se valoran las cosas, no hay nada que se resista a esa voluntad. Le diré al dire que estoy loco, pero por volver a bañarme en esas aguas del Zaporito que acariciaron mi niñez con la dulzura que traían las mareas tan suaves que besaban la piedra ostionera. Y pienso tirarme de cabeza desde lo alto de las tejas.
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