Parece normal que los locos estén en el manicomio, que es donde tienen que estar, y no en otro sitio por muy bonito y agradable que sea. Pero lo que ya no parece tan normal es lo que les voy a contar, si las células grises me responden como así espero.
Ya saben que, cuando me dan permiso para que me airee un poquito, me encanta dar una vuelta por la calle a ver cómo sigue el patio. Me gusta mucho observar, preguntar y saber cómo les va la vida a los presuntos cuerdos que andan por ahí.
Nada más pisar la calle Real, veo a Pepe, antiguo vecino, arrancando una pequeña moto roja y llevando en sus manos cuatro pizzas grandes. Pepe, me alegro de verte, ¿cómo estás? Después de darme su mano hirviendo siguió con su tarea de colocarse bien en el sillín de la moto. Pues aquí estoy, trabajando. Pero, ¿tú no habías terminado los estudios de Ingeniero Industrial? Sí, pero la cosa está fatal y me he tenido que colocar en la pizzería a ver si saco algo en claro. Arrancó la moto por fin, me hizo un rápido saludo con la mano que le quedaba libre y se perdió pronto de mi vista. A los dos pasos me encontré a Juan sirviendo en la terraza de uno de los bares que rodean la Plaza del Rey. Hombre, Juan, me alegro muchísimo de verte. Por cierto, ¿terminaste la Licenciatura de Filosofía? Pues sí, pero como no hay oposiciones, aquí estoy a ver si me las apaño.
Juan era un alumno brillante, despierto, excepcional y con unas ganas inmensas de saber. ¿Has intentado buscar algo mejor? Es imposible. Además me puedo considerar dichoso de tener este trabajo infernal, por el que muchos darían un brazo. No me dio tiempo de hablar más cosas con él, porque alguien lo llamó exigiendo atención y para allá fue Juan despidiéndose de mí con un gesto que daba a entender algo así como qué más quisiera yo que tener un trabajo en condiciones.
Al poco tiempo me encontré con Paco, antiguo alumno mío de cuando yo seguía sin estar loco. Iba Paco repartiendo octavillas y casi no me conoció, porque las repartía sin mirar a la cara de tanta gente como pasaba por allí. Le cogí una y le di un golpecito en la espalda. Me miró y se le alegró la cara, por lo que a mí también se me alegró de golpe. Paco, me da alegría volverte a ver, ¿qué es de tu vida? Pues ya ve, aquí repartiendo más papeles que un director de teatro. Es lo que hay. Me dan un miserable céntimo por cada papelito que entrego al personal que pasa por esta zona y no me he dado cuenta de que estaba usted aquí; perdone que no le atienda mejor, pero es que, si no reparto rápido, no saco ni para agua. Pero, ¿tú no estabas terminando la tesis aquella que tanto tiempo te llevó? Sí, la terminé, pero de poco me vale tener el estupendo título colgado en la pared de mi casa. No hay quien encuentre un trabajo mejor. Estoy pensando irme al extranjero, pero es una aventura, no sé idiomas y tengo miedo.
Después de recorrer varias calles en dirección a mi casa, me enteré de que Guillermo, aquel muchacho inteligente que destacaba en la clase, estaba trabajando en un supermercado de reponedor y de que Antoñita, la que tenía una memoria prodigiosa, trabajaba limpiando escaparates, y de que Ester, que sobresalía en la Universidad, vendía teléfonos móviles.
Me fui a casa triste pensando que el manicomio realmente está fuera. Se han vuelto locos. Están tirando por la borda gente preparada, chavales con unos conocimientos extraordinarios, hombres con una cultura y unas ganas increíbles de volcarse a dar de sí toda su experiencia y sus estudios, mujeres de una gran valía…
Definitivamente se han vuelto locos, pero parece que nadie se echa las manos a la cabeza de puro espanto y nadie se pega un golpecito en el pecho reconociendo la culpabilidad de tanta injusticia.