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Delincuencia juvenil

Cada vez es más frecuente encontrar comportamientos antisociales en jóvenes menores de edad, algunos de ellos relacionados con delitos de diferente tipología e incluso violentos y de sangre. Si bien los jóvenes deben respetar una serie de normas en el proceso de su socialización para su integració

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Últimamente se están lanzando mensajes desde los medios de comunicación que nos recuerdan el aumento de conductas delictivas por parte de menores implicados en hurtos, robos o delitos de sangre, siendo estos últimos los que más trascendencia alcanzan.
Si bien estos jóvenes, en su desarrollo para la vida en sociedad y la convivencia entre las personas, deben respetar una serie de normas asumidas a través del proceso de socialización, existen casos en los que dichas normas de convivencia se rompen, dando lugar a conductas de trasgresión.
Desde un punto de vista psicopatológico, existe un trastorno que se relaciona con esta realidad. Se trata del trastorno disocial, que se caracteriza por un patrón de comportamiento persistente y repetitivo en el que se violan los derechos básicos de los otros o importantes normas sociales adecuadas a la edad del sujeto. Estos comportamientos incluyen conductas agresivas que causan daño físico o amenazas a otras personas o animales, comportamientos que causan pérdidas o daños en la propiedad de otras personas, fraudes y robos, o violaciones graves de las normas (faltar a clase o escapar de casa).
Estos jóvenes suelen presentar muy poca empatía hacia los demás. Perciben las intenciones de las otras personas como hostiles, respondiendo a ellas con agresividad. Aunque suelen mostrar una imagen de dureza exterior, su autoestima suele ser baja, con una baja tolerancia a la frustración que les hace presentar arrebatos emocionales. Es más, suele ser habitual que se inicien precozmente en actividades sexuales y consumo de drogas.
Aunque en un principio se atribuía como factor causante del problema a las características personales del menor, no hay que olvidar que son varias las variables que influyen, incluidas determinadas habilidades de crianza de los padres. Es decir, se han observado niños agresivos cuyos familiares presentan comportamientos antisociales, los cuales han servido de modelos de aprendizaje para el menor, o estilos educativos donde existe una disciplina punitiva por parte del padre y excesiva permisividad de la madre. Es posible también que ambos progenitores supervisen muy poco las actividades de los hijos, así como que establezcan vínculos afectivos muy débiles con ellos.
Por lo tanto, será necesario actuar sobre el contexto familiar y social de la persona y no únicamente sobre el individuo en particular. Visto así, serán importantes procedimientos que enseñen a los padres los principios generales del aprendizaje y los entrenen en la utilización de técnicas específicas. También será importante cambiar los pensamientos que la familia tiene sobre las relaciones y la vida familiar.
Y lo más primordial. Hay que incidir en la educación como la parte más importante en cuanto a la prevención de este tipo de conductas inapropiadas. Si esto no es así, pueden darse casos en los que jóvenes aprendan actitudes insensibles y distantes. O niños con un exceso de introversión, distanciados de su mundo familiar, a los que únicamente les interesa vivir en soledad mientras pasan largas horas frente al ordenador o abusan de juegos violentos que también repercuten en el inicio de sus comportamientos delictivos. También puede darse el caso contrario, el de jóvenes que únicamente quieren vivir con su grupo de “colegas”, donde se incentivan conductas violentas o se consumen sustancias para evadirse. No dejar pasar estos aspectos resulta esencial para evitar que este tipo de conductas se hagan patentes en los jóvenes de esta sociedad.
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educa@cop.es

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