A Steven Spielberg hay que agradecerle algunas de las cosas que ha hecho por el cine a lo largo de toda su carrera. Una de ellas es la de habernos convertido en espectadores privilegiados, en el sentido en que lo fueron quienes asistieron a la proyección de la llegada del tren de los hermanos Lumiere; es decir, testigos en primera persona de algo relevante y trascendental como consumidores audiovisuales. Lo logró con Jurassic Park gracias a la incorporación de la última tecnología digital, puesta al servicio del realismo y la emoción de la propia película, y no al revés, como hemos visto que ocurre en la mayoría de títulos de corte fantástico estrenados desde entonces -en el universo Marvel tienen donde elegir y hartarse-.
El cine no ha sido el mismo desde entonces, al tiempo que Spielberg encontró motivos para prolongar su fama de rey Midas de Hollywood ejerciendo de productor de una saga que supo reinventarse con gran acierto hace diez años de la mano de una trilogía con un notable sentido del espectáculo y cierta conciencia medioambiental. Jurassic World. El renacer es su heredera directa, puesto que argumentalmente avanza en las consecuencias directas de un mundo que convive con animales prehistóricos, pero lo hace con un plantel nuevo -Scarlett Johanssson, Jonathan Bailey y Mahershala Ali-, bajo la dirección del correcto Gareth Edwards (Rogue One, Godzilla, The creator) y un innegociable sentido del espectáculo al que ha dado forma desde el guion David Koepp, autor de las dos entregas dirigidas por Spielberg en los 90 y, pese al cual, conviene preguntarse si la fórmula no empieza a sufrir síntomas de agotamiento, ya que la película que pretende abrir una nueva etapa resulta sosa e impostada en varios momentos de su metraje, y centra su principal atractivo en cuatro poderosas y entretenidas secuencias de acción que son las que justifican la entrada, pero poco más.
En este sentido, Jurassic World. El renacer resulta algo decepcionante, una especie de paso atrás, sobre todo porque pierde consistencia como historia, concebida como una especie de serie B -de lujo- en la que los personajes están construidos con trazo grueso, comparten diálogos irrelevantes, carecen de la suficiente empatía -a excepción del científico encarnado por Jonathan Bayley- y responden a determinados esquemas con los que encorsetar sus decisiones y mostrarse a sí mismos como reflejo de la propia sociedad: el empresario sin ética, la mercenaria con corazón, la familia latina enfrentada a las adversidades -los dinosaurios al nivel de Trump-, el joven defensor de buenos ideales, el militar regido por la moral...
Quedan, eso sí, cuatro momentos emocionantes y angustiosos, con especial mención al homenaje tributado al Tiburón de Spielberg durante la persecución en el mar, y, sobre todo, la huida del T-Rex por el río, el único momento en el que Edwards eleva la inventiva visual para hacer algo más auténtico.