siempre que arrancan unos juegos olímpicos pienso en cómo debe sentirse un norteamericano o un chino a medida que comprueba cómo van cayendo los metales de su lado y haciendo inalcanzable su peso ante las demás naciones del mundo. El “a qué quieres que te gane” lo inventaron ellos antes de que llegara La Roja, la ÑBA, Indurain, Alonso, Nadal..., y lo vuelven a poner en práctica cada cuatro años al calor del pebetero. España, mientras tanto, acude una vez más a la cita olímpica bajo esa máxima aprendida con los años y que nos dice que en unos Juegos siempre encontrarás a alguien mejor que tú, por muy crecidas que sean nuestras aspiraciones.
Puede que forme parte de nuestros genes, de nuestra motivación, porque no cabe duda de que ésta apela más a nuestro corazón que a nuestra cabeza. Como Valmont, “no podemos evitarlo”, y nos pasa en el día a día, y le pasa, inevitablemente, al Gobierno presidido por Mariano Rajoy, habituado ya a rendirse en el tú a tú ante otras naciones mejores que la nuestra, y a pasar por el aro, no el olímpico precisamente, sino el de los mercados que exige Bruselas -vía Merkel- y condiciona Draghi superstar.
Nos pasa en esta España atónita y amargada que ha hecho de las protestas y manifestaciones su nueva razón de ser. Las pancartas, como en todo lo anterior, las guía el corazón, el coraje, la rabia, pero siguen sin convencer y, mucho menos, sin conmover al Gobierno, principal destinatario de las consignas coreadas. La satisfacción se reduce a la portada de un periódico o a las imágenes de un informativo, todo sobredimensionado a continuación desde las redes sociales, como el que rememora glorioso su particular mayo del 68, mientras las auténticas repercusiones de la protesta han quedado diluidas desde la misma disolución de la marcha y archivadas en hemeroteca -a fin de cuentas, la auténtica revolución a la que temen los que controlan la prima y el riesgo no está en las manifestaciones, sino en que todo el mundo se ponga de acuerdo en retirar sus ahorros de los bancos-.
Cuando este viernes se disolvió la atronadora pitada a las puertas del Ayuntamiento, esas redes sociales a las que hacía mención se llenaron de mensajes de victoria y aliento tras el logro alcanzado por la convocatoria sindicalista: impedir la celebración de la sesión plenaria. Me parece perfecto, pero ¿y ahora qué? ¿Se ha paralizado el ERE? ¿Dejarán el 20 de agosto de entregar las cartas de despido a los seleccionados? ¿Hemos conocido los criterios marcados por Deloitte para designar a unos trabajadores y no a otros? ¿Algo en claro en favor de los perjudicados?
Porque lo ocurrido el viernes -puertas del pleno hacia adentro- tiene más aristas, y ponen de manifiesto hasta qué punto hay poco empeño por reconducir la situación, por hacer un esfuerzo entre todos para buscar puntos de encuentro, para demostrarle a la sociedad lo equivocada que está a la hora de enjuiciar a sus representantes políticos y sindicales.
Para empezar, al pleno no se va a perder el tiempo, se va a debatir, y si es imposible seguir adelante con la sesión por razones externas caben varias posibilidades. La alcaldesa optó por paralizarla hasta que remitiera el ruido de la calle. Pudo haber improvisado otras opciones transcurrido un tiempo prudente, pero no lo hizo.
Fue criticada por ello, pero tampoco he visto que se critique igualmente a la oposición por no salir a la calle para pedirle a los manifestantes que interrumpieran unos minutos la protesta mientras se debatía el asunto por el que estaban allí concentrados: conocer la versión del Gobierno sobre la presentación del ERE y los criterios marcados para seleccionar a los propuestos para el despido.
Tampoco he visto que se criticara a los sindicatos -en Babia desde el Viernes de Dolores hasta la presentación del ERE- tras su escaso afán por atender al debate del punto planteado por la oposición, frente a la opción de que el Gobierno diera su brazo a torcer levantando la sesión. De nada sirve hoy a la plantilla una victoria emocional ante las puertas del pleno frente a la frialdad de un documento que no tiene marcha atrás, salvo por las modificaciones que puedan acordarse en torno a una mesa de trabajo a la que se va a llegar con más de una semana de retraso. Esa es la decepción que entraña el ansia de un triunfo que no es tal, como la realidad que emana desde ayer ante nuestros olímpicos.