Hubo un tiempo en el que las estrellas de la radio y la televisión de nuestro país se contaban con los dedos de una mano y parte de la otra. Había muchos periodistas y presentadores conocidos entre el gran público, pero la proyección mediática personal -tal y como la entendemos hoy en día- quedaba reservada a unos pocos. Entre ellos se encontraba José María García, hasta el punto de que nadie puso nunca en duda que el nombre de su espacio nocturno, “Súper García”, respondiera a motivos ególatras o narcisistas, sino a la mera constatación de la arrolladora personalidad de quien contribuyó a conquistar nuevas cotas profesionales dentro del periodismo deportivo en las ondas españolas.
Puede que las nuevas generaciones no tengan ni idea de su existencia -que pregunten a sus padres-, e, incluso, que la generación que les precede solo tenga constancia de su apellido a través de las mofas de sucedáneos del deporte radiofónico o de la pretendida rivalidad desde la que se crecieron sus sucesores una vez vencido el mito. Pero hubo un tiempo en el que media España se iba a la cama con la oreja pendiente del transistor para saber qué era lo que se cocía en nuestro fútbol, en nuestros equipos y entre los que pretendían hacer negocio -sucio, por supuesto- a costa de los mismos.
García, también es cierto, no era una monjita de la caridad, aunque a la hora de la verdad, cuanto tuvo que elegir entre los ciegos o los curas -“entre los cupones o el cepillo”, creo que fue su expresión literal-, optó por la COPE. En cualquier caso, tampoco es ahora la cuestión. Lo esencial es que era un excelente comunicador, y que su forma de hacer radio, de hacer periodismo deportivo, no han hallado hasta ahora continuador. Es más, el día que José María García se despidió de las ondas -no el día que dejó la COPE, sino el de su auténtica despedida, la de Antena 3- supuso el fin de un modelo de hacer radio y de hablar de fútbol, engullido por el espectáculo circense, por el ji-ji, ja-ja, y el “qué bien que nos lo estamos pasando”.
De hecho, el fútbol español está en desgracia casi desde entonces, no por su marcha como tal, pero sí porque coincidió con la aparición de las sociedades anónimas deportivas, las plataformas televisivas de pago y las nuevas formas de negocio establecidas para el fútbol profesional, que han llegado a dejar en un segundo plano al deporte en sí de la mano de arribistas y embaucadores, comisionistas y especuladores, para los que el balompié no es sino un inabarcable pastel de pasta, una golosa oportunidad para hacer más dinero.
Como dice Angel Revaliente, “en el fútbol lo único decente que queda es el balón y lo tratan a patadas”. Hay muchos ejemplos que ratifican dicha lectura, y algunos pueden encontrarlos en la novela de David Trueba, Saber perder; donde relata el caso del constructor que compró un equipo de Segunda para hacerlo fracasar y convertir los terrenos del estadio en un solar de gran proyección inmobiliaria. Al club no se le conoció mejor jugada desde entonces.
En este sentido, es en momentos como el actual, con una liga arrancando un 18 de agosto, con partidos a las once de la noche, al capricho del dictado de las televisiones, y jornadas que acaban en lunes -para que la parroquia disfrute en abierto de un interesantísimo Zaragoza-Valladolid-, cuando se echa en falta el comentario de Súper García, el aliento de su voz sobre la conciencia del fútbol español -si es que la tiene- y el regreso a la esencia misma de la competición, la de aquellas apasionantes jornadas de domingo en las que a la emoción de tu equipo se sumaba la de la evolución de los guarismos de una quiniela hoy en día devaluada. Una competición que, ahora mismo, pasa por ser “la mejor liga del mundo”; en realidad apenas llega a ser la liga con los dos mejores equipos del mundo, y, por la forma en que trata a los aficionados, en todo caso, la mejor liga rastrera del mundo.
Llámenme “sentimental”, aunque por seguir siendo fiel a otra de las novelas de David Trueba, tal vez deban optar mejor por “romántico”, que es el que anhela algo que sabe que no va a poder producirse de nuevo, como escuchar cada noche a García apuntando con el verbo a los abrazafarolas y correveidiles de los despachos de nuestro fútbol.