Hay un columnista de El Mundo de Andalucía que tiene encomendado realizar un seguimiento diario a la programación de Canal Sur TV para, cada lunes, verter sus análisis y conclusiones en una sección fija en la que disecciona y despotrica, a partes iguales, contra la política -nunca mejor dicho- editorial del medio, contra los periodistas que la ensalzan y contra los programas estrella -opio para el pueblo- de productoras “pata negra” que adormecen las conciencias y prorrogan los clichés de esta Andalucía nuestra: “la nuestra no, la de ellos”, llegó a concluir en los noventa uno de los consejeros del PP en el ente público, Manuel Ponce.
Fiel a un estilo en el que lo atinado no hace ascos a lo exagerado, el articulista hurga en esa Andalucía institucional de segundas modernizaciones, innovación tecnológica y desprecio a la derecha que promociona el canal autonómico, hasta ridiculizar los empeños profesionales del medio frente a la inopia en la que ubica a buena parte de su audiencia. Solo le falta celebrar que un fin de año se equivoquen con las campanadas para añadir su propia arista de cinismo al logotipo soleado de la mosca sobre la pantalla.
Nadie podrá poner en duda que la sección sea fiel a sus principios, pese a que el empeño derive en obsesión y termine por hacer chistes donde solo cabe la reiteración y hasta por criticar los aciertos, que también los tiene, nuestro -el de ellos y el de todos- Canal Sur, que este mes de julio, en lo que se llama late night de los lunes, inició la emisión de una reciente serie de culto, Breaking bad.
El articulista -no podía ser menos- lo celebró, pero en un arranque de irritación formal, poseído cual Vizconde de Valmont, no pudo evitarlo y criticó el formato de imagen en el que se ha estado ofreciendo la serie, cual atentado artístico. Para una vez que se equivocan y ponen una gran serie, ya pudo reprimirse. Por mucho que le pese, ahora que el canal se ha quedado, como el chino del chiste, “Chin Champion Li”, Breaking bad se ha convertido este verano en una de las obligadas razones por las que citarse cada semana con “el Canal Sur”. No todo iban a ser coplas, ni niños adiestrados, ni comisiones de gobierno, ni arrayanes, ni películas de tiros, ni partidos de segunda. Y programar la serie de Vince Gillighan demuestra que hay mejores formas de gastar el dinero, aunque sea para agradar a una minoría.
La historia del profesor de química al que le quedan apenas dos años de vida a causa de un cáncer y que dedica sus últimos alientos a cocinar entre probetas y fórmulas científicas la anfetamina más pura y deseada del mercado para dejar unos buenos ahorros a su familia, supone un excelente punto de partida para una trama que te obliga a repensar y a comprender los callejones sin salida a los que esta crisis está llevando a buena parte de una sociedad desprotegida.
Para su protagonista, el ya inolvidable Walter White, todo es cuestión de química y, a continuación, de números. Por eso mismo en este verano de aires africanos tampoco podemos dejar de lado las estadísticas que, a ojo de buen cubero, nos precisan que el número de expertos en gin-tonics está cada vez más próximo al del número de expertos en cambios de neumáticos de Fórmula 1.
En el caso de las carreras de coches resulta comprensible por el énfasis deportivo generado por Fernando Alonso, las dotes de divulgación de Antonio Lobato y la necesidad de entender de lo que habla todo el mundo que no habla de fútbol; pero en el de los gin-tonics sigo sin entender de dónde viene la tontería.
Puede que el profesor White nos deleite en un próximo episodio sobre la química perfecta para obtener la mejor combinación -hasta ahora le basta con el tequila-, pero mientras tanto no sé si el origen de todo se debe a que el Príncipe dijo un día que le gustaba tomarlos con rodaja de pepino, si alguien citó cierta marca exótica, si versadas figuras mediáticas explicaron sus fórmulas mágicas, o si, simplemente, se debe a una mera estrategia comercial para desbancar al whisky del podio de ventas.
Ni siquiera la tónica se conforma ya con ser digestiva, ahora también lo es sofisticada, y puedes pedírtela con sabor a pimienta rosa, gengibre o lavanda, cuando para tomar un gin-tonic nunca hicieron falta tantos adornos.
A un viejo conocido le bastaba con pedir al camarero su “pienso compuesto” de cada tarde. Al instante tenía allí su vaso largo, efervescente, con hielo y rodaja de limón. Auténtico. Sin gin-tonterías. Solo cuestión de química.