Después del partido del Xerez ante el Barcelona, en el que los de Guardiola terminaron pidiendo la hora ante el acoso y la insistencia del equipo local en los últimos quince minutos de partido, los aficionados salían satisfechos por la imagen ofrecida, tanto en lo relativo a la entrega como a la soltura ofensiva, confiados en que, por fin, el equipo alumbrara una perspectiva más optimista de cara a la recta final de la primera vuelta del campeonato liguero,
Sin embargo, había algo más, algo inconcreto en las sensaciones resultantes del encuentro que no terminaban de dibujar la satisfacción en el rostro de los seguidores azulinos. Al día siguiente Angel Revaliente definía a la perfección ese “algo”: al equipo se le nubla la vista cuando llega a puerta. Los jugadores, no sé si empujados por cierta ansiedad o por la desesperación ante la ausencia total de fortuna de cara al gol -ha lanzado más balones al palo que al interior del arco-, se bloquean en cuanto les toca entrar en el área, disparar o buscar el pase decisivo, y no ha encontrado la regularidad en el buen juego -el que hizo ante el Barça y en otros encuentros contados-, como quedó de manifiesto el sábado.
Por lo demás, a estas alturas, la visión del ataque xerecista no es lo único que ha terminado por nublarse; también lo hace el futuro del club a nivel institucional, con las negociaciones a dos bandas del máximo accionista, la plaza presidencial desocupada y el revés inicial a la propuesta de compra que más satisfacía a la afición. Si no fuera por la crisis, aquí habría hasta quien daría dinero por acabar ya la primera vuelta e intentar empezar de nuevo, ahora que la esperanza de la permanencia aún no se encuentra demasiado lejos.
La evidencia de Messi Pocos dudaban de la victoria de Messi en las votaciones por el Balón de Oro. Sólo cierta prensa deportiva, y sin creerlo siquiera, sólo empujada por el loable empeño de vender más periódicos -hay algunos que ya no saben cómo contentar a sus lectores-. No sólo ha ganado, es que ni siquiera le han disputado el galardón, ante la evidencia de quien ha vivido un año casi perfecto -le falta una selección que no dependa de él por ser quien es, sino por su contribución a un juego colectivo del que ahora mismo carece, sin otra seña de identidad que la del atrofiado divismo de su entrenador. Ayer posó sonriente, abrumado, algo incómodo, como si hubiera tenido suficiente satisfacción el día que recibió la noticia. Claro que para presumir ya estaba Laporta.
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