En un artículo fechado en 1904, Antonio Machado consideraba inadmisible “que el poeta sea un hombre estéril que huya de la vida para forjarse una vida mejor en que gozar de la contemplación de sí mismo”. Tal vez, impulsado por ese afán de compromiso, fuera dejando atrás los postulados simbolistas que había abrazado y endonde la subjetividad jugaba un papel primordial.
Un nuevo camino, sí, se abrió en su decir con la publicación en 1912 de “Campos de Castilla”, una edición que incluía 54 poemas y a los que el autor sevillano fue incorporando otros tantos hasta sobrepasar la centena, y que tendría su versión definitiva en su “Poesía completa” (1936).
Ahora, la editorial palentina Cálamo, publica estos inolvidables “Campos de Castilla” en un hermoso volumen que nos devuelve lo mejor de la esencia machadiana y que viene acompañado por las cromáticas, plásticas y personalísimas ilustraciones de Juan Manuel Díaz Caneja (Pozo de Urama, Palencia, 1905 – Madrid, 1988).
Entre estas páginas hay un poeta que respira amor, pasión, desconsuelo, dicha, desencanto…, que escribe con el alma de par en par y los párpados llenos de una melancolía irreconciliable. En sus versos laten las heridas, crecen los árboles, se marchitan las semillas o arde el estío. Porque en esta obra abierta, con tantas lecturas y relecturas posibles, con interpretaciones tan viables, converge una voz humana, de un hondura feral, capaz de conmovernos y removernos, aunun siglo después de su primera edición.
Fueron cinco años -1907-1912- lo que duró su experiencia soriana: “Allí me casé, allí perdí a mi esposa, a quien adoraba”, confiesa Machado, y aquellas tierras, añade, “orientaron mis ojos y mi corazón hacia lo esencial castellano”. Durante su último verano en Soria, fallece Leonor y el dolor y la tristura le llevan a pedir traslado docente a Baeza. Andalucía le devuelve los paisajes de infancia, los que nunca había olvidado y allí continúa enriqueciendo este volumen infinito: “Luz del alma, luz divina,/ faro, antorcha, estrella, sol…/ Un hombre a tientas camina;/ lleva a la espalda un farol”.
Anota Fermín Herrero en su prefacio que “nos encontramos sin duda ante unos poemas que ocultan, bajo la llaneza de su pulida superficie libre de adherencias mostrencas, una gran fuerza lírica de lectura polisémica: el signo indeleble de los clásicos”.
Y, en verdad, que al sumergirse en estos textos donde gotea la sangre de un hombre que acarreaba en su maleta, llamas, cenizas, soles, tormentas…, se halla un borbollón poético irrepetible, innegable a la hora de comprender la lírica hispana del último siglo. Pues hay en Antonio Machado un diálogo intenso, profundo, que aúna la tradición y la modernidad, que cobija lo íntimo para hacerlo común: “Y cuando llegue el día del último viaje,/ y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,/ me encontraréis a bordo ligero de equipaje,/ casi desnudo, como los hijos de la mar”.
Una inmejorable ocasión, pues, para asomar de nuevo la mirada hasta estos poemas que van de la felicidad a la miseria, de la ventura a la muerte, de la lumbre a la sombra, y definitivamente haciael amor: “Sentí en tu mano la mía,/ tu mano de compañera,/ tu voz de niña en mi oído/ como una campana nueva,/ como una campana virgen/ de un alba de primavera”.