A veces
, la memoria es como una caja de viento, como una colección de susurros guardados en la despensa del alma. Cada página pretérita es una hoja caída del árbol del tiempo, donde los recuerdos no narran, sino que murmuran. Desde la altura melancólica de la experiencia, la voz que escribe baja la mirada y recoge, con manos de alfarera, los trozos de una niñez, de una juventud, de una madurez, vivida entre el polvo y la luz dorada de los atardeceres.
Escribo estas líneas, tras concluir la emotiva lectura de “La niña de los zapatos rotos” (Con M de Mujer, 2025), de Pepa Caro. En epílogo, la propia autora arcense anota: “He querido dar voz a la mudez en la que se desenvuelven los años ya idos, mi visión y mi testimonio han encontrado complicidad con el lenguaje para rememorar las secuencias de una casa, una familia, un pueblo y la gente que lo habitó”.
Y, sin duda, que su propósito está más que conseguido al hilo de un volumen donde aquella
niña -con sus zapatos vencidos como alas cansadas- no camina, flota sobre la tierra cuarteada de un Arcos muy distinto que no distante.
Sus pasos son huellas, cicatrices dulces en la piel de la historia. Ella no habla, escucha; no reclama, resiste. Es una figura hecha de bruma y de palabras renovadas, un símbolo de todas las infancias que crecen con más preguntas que certezas, con más sueños que juguetes.
Dividido en cuatro apartados, “Una vez tuve una casa”, “El pueblo y sus latidos”, “Paisaje humano” y La familia”, la acordanza va latiendo tal corazón de adobe, junto al aroma de la escuela, los colores del cine, el
nuncajamás del tren, el bullicio de las tabernas, el resonar de las aldabas, el bronce de las campanas que “tenía el brillo prestado del sol y refulgían con chispas, como polvo de estrellas; en las fiestas importantes volteaban inquietas, las lenguas girando dentro de aquellas enormes bocas y la incesante melodía inundaba al pueblo y lo avisaba de que ese no era un día cualquiera”.
Aquí y ahora, las calles y callejas empinadas son arterias por donde corren las remembranzas familiares, las voces y presencias antiguas de los abuelos, de los padres…,y de todos quienes, en ocasiones, enseñaban más con los ojos que con las palabras y cuyas miradas siguen aún vigilantes en el zaguán el tiempo
Pepa Caro ha sabido envolver las deshoras de su pasado en una bella prosa poética. Cada fragmento, cada escena, es una chispa en la oscuridad, un espejo desempañado donde se dibujan los contornos de lo que fue. No hay estridencia, sinouna sobria melancolía,evocadora un mundo que ya no existe y, sin embargo, persiste como eco fulgurante en los adentros de quien lo memora.
La niña de los zapatos rotos es una elegía en forma de cuaderno. Es lo remoto escrito no con tinta, sino con la caricia del alma, un canto, una plegaria a la ternura de lo perdido. Quien lo lea, quizás no recuerde la historia exacta, mas sí llevará en el pecho el perfume de un tiempo lejano. Y que aún respira entre nosotros: “Los días pasaban con sus temporales de lluvias, su arco iris y ese sol que se colaba por entre las nubes y hacía brillar las fachadas de cal”.