Sin miedo, por la dignidad y la verdad del colectivo LGBT+. El próximo sábado, día 28 de este mismo mes se celebra el Día Internacional del Orgullo LGBT+. No es una fecha simbólica más en el calendario: es una jornada imprescindible, un grito colectivo de dignidad, libertad y justicia. Y, por supuesto, yo también la celebro. Porque no se trata solo de colores o desfiles; se trata de visibilidad, de memoria, de lucha y de amor propio. Se trata, en definitiva, de que nadie tenga que vivir escondido, avergonzado o señalado por ser quien es.
Me identifico plenamente con el colectivo LGBT+. No porque comparta su orientación sexual —en lo personal, me atraen las personas del sexo opuesto, y esto no lo digo como una proeza; es una cuestión de gusto y punto— sino porque comparto sus valores: la verdad, la autenticidad, el coraje y la dignidad. Lo mío no es una declaración de orientación, sino una afirmación de respeto, de coherencia y de apoyo absoluto.
Y sí, hay que decirlo alto y claro: si existe un colectivo social que ha demostrado más valentía, más integridad, más decencia y más humanidad, es el colectivo LGBT+. Durante décadas —y aún hoy— muchas de estas personas han tenido que vivir entre el miedo y el rechazo, soportando el odio de una sociedad que a menudo premia la mentira y castiga la verdad.
Porque, ¿quiénes son los que atacan al colectivo LGBT+? ¿Quiénes vociferan contra la diversidad con tanto odio y vehemencia? Lo sabemos todos: organizaciones religiosas aferradas a dogmas podridos, partidos políticos que rezuman rencor y miedo a la libertad, asociaciones ultras incapaces de tolerar la diferencia, y medios vendidos que escupen basura bajo el disfraz de opinión. Esa es la miseria moral que pretende dictar cómo debe vivir el prójimo.
Pero hay algo todavía más nauseabundo: muchos de los que condenan públicamente a las personas LGBT+ lo hacen para ocultar su propio reflejo. Cobardes que enmascaran su miedo con odio. Hipócritas que sostienen su fachada pisoteando la dignidad ajena. Instituciones enteras que criminalizan el amor mientras protegen abusos, callan crímenes y perpetúan estructuras de poder profundamente corrompidas. ¿Cuántas vidas ha cobrado ya esa doble moral? ¿Cuánta libertad han ahogado para seguir manteniendo su farsa?
Lo digo con rabia, sí, pero también con orgullo. Porque prefiero mil veces caminar junto a quien ama con verdad, que arrodillarme ante quienes viven de la represión y el engaño. La diversidad no es una amenaza: es una fuerza. Y el amor, cuando es libre, jamás es inmoral. Lo inmoral es odiar, silenciar, excluir. Lo inmoral es prostituir la fe, manipular la ley o invocar la tradición para justificar la crueldad.
Por eso este 28 de junio no es solo una celebración. Es un acto de resistencia. Es un recordatorio de todo lo que aún sangra. Es también una trinchera firme contra la intolerancia y el olvido. Es una promesa: la de no callar, la de no rendirse, y la de seguir defendiendo, sin concesiones ni ambigüedades, a una comunidad que exige —y merece— respeto, justicia y libertad plena.
El Orgullo no es una moda: es una urgencia. Una forma de decir basta. Basta de odio, de mentira, de hipocresía. Basta de esconder el amor, de perseguir la diferencia, de educar en el miedo. Y sí, ¡viva el Orgullo! Porque mientras quede un solo corazón que ame sin cadenas, seguirá existiendo esperanza para una sociedad enferma de prejuicios.