Hace años, cuando La Isla amanecía oliendo a pan tostado con aceite y anochecía escuchando la radio al calorcito de la copa, todos los que hoy pasamos de los sesenta éramos unos mamarrachos para nuestros mayores. Nos tachaban de mocosos mojigatos y decían que el futuro del pueblo iba apañado con semejante prole. Para ellos, el pelo largo y los botines de tacón “era cosa de maricones”, decían. La mayoría de nosotros teníamos que hacer encajes de bolillos buscando la forma de salir de casa vestidos a la moda, procurando que no nos viera el viejo con la camisa de flores y los pantalones de campana. Peor aún lo tenían las niñas. Ponerte una minifalda era una indecencia impropia de muchachitas decentes, y colocarte un minipull con el ombligo al aire solo lo hacían las busconas. De bailar pegaditos en el guateque ya ni te cuento. Las madres eran las mejores aliadas para conseguir distraer la vigilancia del patriarca y acompañarlas a la calle ocultas tras su espalda mientras el amo del cortijo, con una oreja pegada al Carrusel deportivo y mirada inquisidora vociferaba desde el cuartoestar:¡No se te vaya ocurrir venir ni un minuto después de las diez porque se te cae el pelo!
Si las profecías de aquellos progenitores que primero endiñaban y después preguntaban hubieran sido ciertas, el mundo hoy sería una gran comuna donde hacer el amor y fumar yerba prevalecería sobre cualquier otra aspiración generacional. Pero no. Desde Sócrates a nuestros días los jóvenes siempre han sido mal visto por los mayores y con nosotros no iba a ser diferente.
En realidad, la juventud actual no es tan distinta a la nuestra. Quizás la mayor diferencia la podemos apreciar en el cambio radical del trato con sus padres. Algo que nosotros no conocimos ni por asomo porque eran muchas más las cosas que nos separaban que las que nos unían. Y es que pasar del pasodoble al twist y del plumín a la máquina Olivetti en dos estornudos fue una metamorfosis que nunca superaron.
A nosotros estas cuestiones nos han cogido avisados y nadie se escandaliza al escuchar un hip-hop o un reggaetón porque viene a ser lo mismo que ya conocíamos, pero con distinta cadencia. Tampoco entre una máquina de escribir y un teclado inalámbrico hay tanta diferencia. En cualquier caso, la constante evolución de la tecnología puede que haya cogido algo desentrenada nuestra destreza, pero no tanto a nuestra disposición de progreso. Por lo demás pocos cambios. Casi todo igual pero mucho más práctico, grato e higiénico.
Los desafíos en los manchones hoy se juegan en pabellones deportivos. El himno autonómico ha sustituido al Car al sol del colegio. Los cubatas a escondidas en los bailes se beben al descubierto. El servicio militar obligatorio ahora es profesional, y la incomodidad del revolcón en el asiento de un Seiscientos se hace en el confort de un cuarto de soltero.
Yo me quedo con la confianza y la sinceridad de mi hijo al decirme abiertamente a donde va y a qué hora va a regresar, a aquel distanciamiento usual con mi padre. Eso sí, nunca me abandonó su cariño. Lo notaba en su mirada y en alguna que otra noche que sentí su beso sobre mi frente a punto de coger el sueño. Pero hasta que cumplí los veinte años no tuve una conversación profunda con él. Por desgracia para mí ese acercamiento fue breve porque murió joven.
Así eran aquellos tiempos y así los recuerdo. Padres sumidos en sus trabajos, en sus traumas y en sus preocupaciones y niños revoltosos amamantados en la calle.
El mundo seguirá evolucionando hacia la infinidad, pero los jóvenes seguirán viendo a sus ascendentes como fósiles del pasado. Al menos en nuestro hemisferio occidental. De la demarcación oriental y las diferencias que nos distinguen hablaremos otro día.