Las recientes declaraciones del Papa León XIV -afirmando que “una familia solo puede ser entre un hombre y una mujer”- no son meramente una reiteración doctrinal: son un pronunciamiento político, simbólico y profundamente excluyente, emitido desde uno de los púlpitos con mayor capacidad de influencia en el mundo. Y, por tanto, no pueden ni deben ser tomadas a la ligera.
Más allá del dogma, sus palabras revelan una visión obtusa, anacrónica e injusta de lo que hoy significa ser familia. Sostener que solo un modelo heterosexual merece ese nombre no es solo un acto de ignorancia: es un gesto de desprecio hacia millones de personas que, día a día, construyen lazos sólidos, genuinos y profundamente amorosos fuera de ese molde impuesto. Y esa negación, legitimada por la investidura espiritual de quien la emite, es una forma de violencia simbólica que hiere, que marca, que excluye.
Cuando desde una posición de poder moral se proclama que solo ciertas uniones poseen valor espiritual o legitimidad ética, se está legitimando -aunque se disfrace de teología- la marginación, el rechazo y, en muchos casos, el odio.
Dónde quedan entonces las dos madres que educan con ternura, respeto y alegría? ¿Los dos padres que crían con entrega y compromiso? ¿Las redes de afecto elegidas con libertad para cuidarse y acompañarse mutuamente? ¿Valen menos? ¿Por qué? ¿A quién le incomodan? Y más aún: ¿cuántas “familias naturales” -las mismas que se enarbolan como modelo sagrado- están atravesadas por el abuso, el silencio, la violencia? ¿De qué sirve proteger la forma si el fondo está podrido? La hipocresía no se corrige con incienso ni se redime con ritos.
La familia no la define la biología, ni el género, ni la bendición de ningún altar. La definen el amor cotidiano, el compromiso real, el respeto mutuo. La define la vida concreta, no una norma impuesta desde un trono dorado desconectado de la realidad.
Si la Iglesia se llama a sí misma “familia de fe”, ¿cómo puede, sin contradicción, negarse a reconocer como familia a quienes encarnan los mismos valores que predica -amor, fidelidad, entrega- fuera de su esquema doctrinal? Esto no es un ataque a la fe. Es una exigencia de coherencia moral. Porque en un mundo donde amar diferente aún cuesta discriminación, agresiones y muerte, cada palabra pronunciada desde una posición de poder espiritual tiene un peso enorme: puede sanar…, o puede condenar.
Quienes conocemos muy de cerca familias diversas -auténticas, luminosas, profundamente humanas- sabemos que no hay doctrina ni versículo que pueda borrar la verdad que ofrece la vida. Cuando una pareja -hombre y hombre o mujer y mujer- construye hogar con respeto, alegría, y una entrega diaria por el bienestar de sus hijos, sobran los sellos y las bendiciones oficiales; eso ya es más sagrado que muchas homilías vacías: ya están haciendo iglesia en el sentido más noble. Y eso lo digo con total, absoluto y pleno conocimiento de causa. Se de lo que hablo. Hoy, amar con libertad no solo es un acto de valentía. Es también una forma de resistencia. Pero se necesita otra clase de valentía -mucho más escasa- para revisar las propias creencias, reconocer que no toda tradición es justa, y que aferrarse a la exclusión no es defender a Dios: es proteger el poder de unos pocos a costa de la dignidad de muchos. Miremos menos los moldes.
Miremos más los frutos. Si hay amor, si hay cuidado, si hay respeto, hay familia. Y eso, con todo el respeto que merece cualquier figura religiosa, no lo decide el Papa. Lo decide la vida.