Sé que esta columna será intrascendente para muchas de las personas que suelen leerla cada semana, puesto que no sólo la leen en San Fernando. Muchas de ellas desconocen lo que es el sentimiento azulino, la identidad cañaílla cada domingo sobre el césped, ese masoquismo extraño de sufrir durante noventa minutos más el descuento y rozar el infarto para, dos domingos más tarde, acudir al estadio con la misma ilusión que quien presencia una final de Champions... No las culpo. Yo tampoco sé qué siente un aficionado del Arandina, del Somozas o del Novelda, por poner algunos ejemplos y con todos mis respetos.
Las semanas de incertidumbre que vivimos los aficionados de la Isla de León no se las deseo ni al peor enemigo. Vaivenes más largos que un buen punto de tenis, una caída infinita entre silencios, avisos a entrenadores, anuncios de liquidación, negativas a vender y ese comunicado del Ayuntamiento de nuestra ciudad instando a la calma ante la posibilidad de una solución... No sabe uno si maldecir al grupo inversor como bien merece por su gestión o callar, no sea que se enfaden y cerremos la puerta a una solución satisfactoria. La rabia contenida envenena a cada corazón que haya mamado el tracatrá desde pequeño o desde la adolescencia, como fue mi caso. A ver si ahora, por mostrar la lógica desesperación de quien puede ver desaparecer (de nuevo) al equipo de sus amores, va a ser culpa nuestra que unos inversores extranjeros acaben con nuestra historia por unas cuentas presuntamente opacas e intereses inmobiliarios.
Vaya por delante que esta columna se escribió el viernes y es posible que hoy, cuando usted me esté leyendo, haya alguna novedad que desvirtúe todo lo que aquí se diga. Pero esta fatiguita que vengo y venimos pasando cada uno de los feligreses de la parroquia isleña no nos la quita nadie. Aún recuerdo cuando, con trece años, un compañero de colegio me vino a buscar a casa para ver un San Fernando-Jerez Industrial: fue en 1994, el año del ascenso ante el Guadix. Ya se jugaba en Bahía Sur, nunca vi un partido en el Viejo Madariaga. Sin embargo, aquel año vi a los Lolo Hernández, Nene Bueno, Pepe Mejías, las paradas de un entonces debutante Jesús Sierra, el debut de Queco... que despertaron en mí esa parte del ADN cañaílla que aún estaba aletargada. Luego vendría el descenso ante el Jaén, calvarios varios..., pero ahí seguía en preferencia animando a los míos. Porque sí, ya eran los míos, ya yo era de los suyos, ya era uno más de esa familia azulina.
Hoy, 31 años más tarde, he vivido el enésimo disgusto con el descenso a 3ª RFEF y, a la vez, la ilusión porque mi sobrino juega en las Escuelas del San Fernando. Siete años tiene. Verlo en las fotos que me manda mi hermana cada partido, ver la cara que puso cuando los Reyes Magos le trajeron su camiseta del San Fernando, verlo dándome coba porque sabe que me encantaría verlo llegar al primer equipo..., todo eso, la ilusión de más de mil chavales de la cantera, los puestos de trabajo de veinte familias pendiendo de un hilo..., dígame usted si no es para estar preocupado por las sombras que se ciernen sobre nuestro club. Un sentimiento, una identidad, unos valores y la ilusión de tantos niños en peligro por intereses ajenos al fútbol: una pena que el balón se manche de euros, ladrillo y hormigón.
En fin, hoy quizá esta columna parezca cosa baladí, algo intrascendente con lo que pasa en el mundo. Pero, por una vez, dejen que me desahogue. Que yo venía a hablar de mi libro...