El cante de Luis Monje, de Jerez y el toque de Javier Sánchez. Eran los únicos mimbres para una noche que comenzó cantaora, terminó bailaora y se cerró con la solvencia de María La Mónica.
Entre los mencionados, diez mujeres, Las mujeres de la Venta, no profesionales, aficionadas de verdad que no tuvieron reparo en ponerse ante el público para dar todo lo que tenían dentro. O lo que pudieron sacar. Todo lo que no se entienda desde esa premisa, la de la participación en esta
Isla, ciudad flamenca, sería una perversa forma de ver lo que se vio en la plaza Juan Vargas.
El problema es que el espectáculo, con poco público dicho sea de paso -y mucha gente ante los televisores en los bares de la calle Real viendo la Supercopa de Europa- estaba mal planteado.
Un cantaor -sin entrar a valorar su pelea con el micrófono o atreverse a comenzar un espectáculo cantando por seguiriyas- y un guitarrista, solos, sin palmeros que los alivien e incluso sin otro cantaor, no puede cantarle a diez bailaoras, aunque lo que hagan sea una pataíta cada una. Porque son diez pataítas, una detrás de otra más las corales.
Sacar el flamenco a la calle es bueno, pero la gente no conoce todos los pormenores de cada actuación, de cada iniciativa. Y eso se presta a malas interpretaciones, a una mala crítica y al galopar del boca a boca que empaña el verdadero sentido de La Isla, ciudad flamenca. Lo que es injusto porque allí estaba lo mejor que puede tener el porvenir del flamenco en San Fernando: la participación activa.