Ya se despereza el calendario y todo empieza a latir distinto, como si un leve temblor recorriera las piedras, los balcones, las calles estrechas que huelen a historia y a naranjo. Tú lo sientes. Lo sabes. No hace falta mirar el cartel ni contar los domingos: basta con escuchar el murmullo del aire, esa mezcla de impaciencia y ternura que anuncia que la Semana Santa está cerca.
Y entonces, algo en ti despierta. No importa cuántos años tengas, ni cuántas madrugadas hayas vivido ya, ni cuántas veces hayas dicho “este año me lo tomaré con calma”.
Vuelve el niño que fuiste, el que se subía a una silla para ver pasar el paso, el que se dormía con el eco lejano de una corneta o con el leve repicar de una marcha que venía desde alguna radio encendida al fondo del pasillo.
Porque sí, la Semana Santa es rito y es arte, es fe y es calle, pero también -y sobre todo- es memoria. Es la mano de tu madre sujetándote fuerte, el primer cirio, la primera lágrima, el primer temblor sin saber del todo por qué. Es, también, ese rincón del salón donde cuelga la túnica, ya planchada, ya dispuesta, esperando su momento. Y esas manos -las de siempre- que vuelven a coser con mimo los escudos, como cada año, con puntadas que saben más de amor que de hilo.
Y aunque los años vayan dejando en ti sus marcas, aunque cambien los recorridos o los nombres de las calles, hay algo que no cambia nunca: esa emoción profunda al ver aparecer una cofradía, como si el tiempo se detuviera y el mundo entero respirara al mismo compás.
Miras a tu alrededor y reconoces en otros rostros lo que tú también sientes: la mezcla de orgullo, recogimiento, alegría, fe o simplemente ternura. Cada cual lo vive a su manera, pero todos lo vivimos. Porque en estos días, una ciudad no es sólo su mapa: es una suma de emociones que se cruzan, se respetan, se acompañan.
Y sí, lo sabemos bien: el cielo no siempre es aliado. Cada año, como un rito paralelo, la amenaza de lluvia asoma entre los partes meteorológicos y en las conversaciones de esquina. Basta una nube gris para que se suspenda lo que llevaba meses preparándose. Pero incluso cuando eso ocurre, algo permanece. Porque la Semana Santa no se cancela: se guarda. Vive en ti, en tu recuerdo, en esa manera tan tuya de mirar hacia atrás con los ojos húmedos y el corazón encendido.