Cuando mi cuerpo cristalino partiera desde la oscuridad de mi puerto, cada cerro, roca o montaña imponía dificultades que fui sorteando con la menor gravedad posible para seguir mi camino. El tiempo, eterno e infinito, disponía a su antojo, guiándome por lugares que iba descubriendo. No sé, pero pasó una eternidad hasta llegar al plano estuario, rodeado de fértiles campiñas. Allí pude expandirme a mi antojo hasta alcanzar la meta final: un delta que se abrió a mi paso para mezclar la salinidad de los mares con mi dulce sabor, adentrándose en mi alma para procrear una fauna marina rica y abundante.
Mi laguna, desgraciadamente desecada por amantes de la codicia, en connivencia con un dictador depredador de pájaros y conejos, del que, por fortuna, en Barbate solo lo recuerdan cuando cocinan garbanzos con acelgas. Ese fue uno de los primeros desastres ecológicos que me infligieron: abrieron en mis entrañas un túnel para extinguir aquella joya única y natural, desanidando los bulliciosos cantares de miles de aves que embellecían con su presencia el corazón de la Janda. Ahora, cultivado y sembrado con mortales pesticidas, han desterrado los vuelos de colores que anunciaban la benignidad de tan maravilloso lugar, para convertirme en el cementerio de mis desnudos hijos.
Plinio, Ptolomeo, Pomponio Mela citan que mi desembocadura, por sus cualidades naturales, se convirtió en una importante rada comercial llamada Portus Baesippo. Algunos historiadores preconizan que, por mi frontera, entraron siete siglos de atávica cultura que heredó la región andaluza; y el verde de los Omeyas y el blanco de los Almohades proclaman en su bandera: Paz y Esperanza para Andalucía, España y la Humanidad.
Pero dejando a un lado las siempre controvertidas cintas históricas —con el respeto que merecen los eruditos que las relatan—, me gustaría trasladar este mensaje a quienes actualmente lleváis mi gentilicio. Porque, después de discurrir una infinitud hasta llegar al azul horizonte; resguardar flota de barquitos de papel; recibir la rica plata en el cantil de la alegría; crear prosperidad y futuro; establecer un pueblecito de cal lleno de vida y esplendor; soportar chinchorros, atajos, arte ranas y tantas cosas más… En menos de un siglo —¡qué digo un siglo!, en mucho menos— me habéis convertido en una cloaca sucia y moribunda. La arena ha cegado mi entrada y, como mi hermano pequeño, el Cachón, me abro paso socavando tan bella playa.
Las barcazas de almadraba, que al menos me acompañaban, ya no están. Solo quedan restos hundidos. La curva del chispito, donde pescaba Antonio Osuna, sepultada como las tumbas de faraones. El Lao lla, la Cortá y el Nío se caen a pedazos, igual que los esqueléticos edificios que me circundan. El puente, peor que el del río Kwai, sin restaurar… pero con carril bici. ¡Vaya tela!
Pensaba que con el paseo de madera limpiarían mis orillas, que crearían deportes náuticos, e incluso que un catamarán turístico me surcaría. Pero aquí estoy: con más ruina que el cine Avenida. No pido el castillo de Santiago como en la Edad Media, pero plantarme una depuradora que se caga por las patas abajo, meándose de risa, tiene guasa.
A pesar de los pesares, sigo guardando la esperanza de que, cuando pongan en funcionamiento la nueva depuradora que construyen en El Cañillo, me den un dragadito.