No hizo falta que aparecieran los zombis, ni ver crecer la yerba sobre edificios emblemáticos. Las pelis catastrofistas nos allanaron el camino para proclamar la destrucción del mundo, pertrechados tras radios centenarias y linternas de juguete. Las gentes- que las hay para todo-tras el apagón, despejaron neveras y congeladores, dejaron exhaustos los supermercados y tiendas de alimentación y se quejaron (hasta lo indecible) de todo. Alabaron que habían jugado con sus hijos o paseado con sus parejas, cosas que al parecer no pueden hacer en su rutina normal, por más que veo a cualquier hora paseantes en cualquier oasis urbano que se precie. La gente se cuida, se toma sus vitaminas y ese internet que yo critico tanto como la jaula de grillos que es, hay que darle -por una vez- la venia de que nos ayuda a encontrar farmacia, a llegar a un punto de destino rápidamente o a pedir comida sin tener que salir de casa. Eso sin decir que las bibliotecas pueden ser visitadas desde la pantalla de tu ordenador o que la información puede llegar a cualquier lugar del mundo en cuestión de segundos. Eso es muy malo para según qué cosas, pero muy bueno para otras. Según como se use, como casi todo. Si leen un prospecto medicinal verán las complicaciones que tiene, por eso deben estar prescritos por quien está capacitado para ello. Internet es una selva, no del amazonas, sino de narcotraficantes y otras lindezas varias, pero donde todavía puedes encontrar cosas que echarte al alma, pocas, pero exquisitas.
El apagón no ha sido un aviso, ni una advertencia, ni un modo de socavar nuestra civilización, por mucho que algunos iluminados quieran que volvamos a conservar hortalizas cultivadas en nuestro propio huerto. No, seguiremos aquí pagando impuestos, ya se lo digo yo. Lo único que de verdad somos desde que nacemos, es pagadores de impuestos, o como decía mi padre paganinis. Eso es la primera y única ley. Y si no pagan nada como decía el pobre Francisco, es porque pagas en especie, que estoy segura que sale mucho más caro y penoso para la libertad. Prefiero seguir pagando, créanme. Los que se fueron a jugar con sus hijos a la calle en vez de ver netflix o quemarse las pestañas ante el móvil, creo que lo pueden hacer siempre porque nuestra vida es nuestra , no de las empresas para las que trabajamos, ni de las convenciones sociales, ni de los que creemos que nos ven en nuestro estado virtual. Si lo hacen por ellos, están más que perdidos, porque a nadie le importa nada más que uno mismo. Créanme, sé de lo que les hablo. Cuando estén solos, en un ascensor, sin luz y sin pizca de creencia en la humanidad, vendrá un ser anónimo que no ha visto nunca y no volverá a ver jamás y le arreglará la vida, porque los humanos somos capaces de las mayores atrocidades y de la capilla Sixtina, de igual manera. Por eso, sigo pagando impuestos, confiando en que seguiré respirando y que los que me leen pasarán la hoja tan rápido como puedan para mirar por encima y ver un hermoso día de primavera con nubarrones y tormenta eléctrica. Pero qué importa, respiramos, el olor del café es maravilloso y el mar nos trae ondas selectivas que descargan energía positiva en nuestro cerebro. Los atascos igual, si son capaces de mirar la cara de idiotas que se les queda a los demás, que es exactamente igual a la suya propia. Somos así, poseedores de un escalón en el laberinto infinito que nunca va a ir a ninguna parte. Una casa, una más grande, una pareja, unos hijos, una casa aún más grande, sin casa, vagando, llorando, peregrinando, vuelta pagar, vuelta comenzar, como en una puñetera ruleta rusa en la que nunca tenemos voz , ni voto.